Artificios

Ni el amor nos salva de la muerte

¿Quién no pensó en cómo es morir? Este texto busca hacerle lugar a la muerte como pregunta y como una realidad continua, indetenible.  

Por Zul Bouchet
28 de octubre de 2025

Investigo, leo, hablo, escribo, giro alrededor de la muerte sin encontrar el agotamiento. Creo, entre las pocas certezas que tengo, que la única manera de que no te destroce de dolor es a través de la naturalización. Todos nacemos, todos moriremos. Aunque estemos seguros de que no. Nadie escapa a tenerla cerca. Escribió Camus: “todos los hombres sanos han pensado en su propio suicidio alguna vez”. ¿Quién no pensó en cómo es morir? No hace falta el desvío patológico, es el inevitable del ser humano. Pensar en la muerte -aunque genere rechazo nombrarla- no es más que un eco de lo que nos habita. 

Borges lleva esa idea hasta un extremo en ‘la rosa profunda’:  “Moriré y conmigo la suma / del intolerable universo. / Borraré las pirámides, las medallas, / los continentes y las caras. / Borraré la acumulación del pasado. / Haré polvo la historia, polvo el polvo”. 

Morir implica que todo se elimine. Lo propio, lo creado, lo compartido. Absolutamente todo lo que del polvo vino, al polvo se va. ¿Será por eso que nos aferramos tanto a la idea de tener que disfrutar y crear recuerdos? De alguna manera, ya que no podemos ganarle, queremos vengarnos haciendo que no nos deje vacíos. Como si sirviera de contrapeso dejar algo vivido, algo amado, algo dicho. 

Para los gustos están los colores es una frase que se aplica también acá. Algunas muertes logran no llevarse todo, dejan risas e historias. Otras tienen más fuerza y no solo rompen lo propio sino que despedazan lo que las rodea. Cuando es buscada, por ejemplo, cuando parte de una decisión que solo puede tomar el hombre. En paráfrasis de Benedetto, “destruirse a sí mismo es privilegio de la absurda condición humana”. Lo que en los animales es instinto de preservación, en nosotros es pregunta.

La muerte deseada ocasiona una grieta en lo real que no puede taparse. No representa solo una ausencia, sino que es una fractura. Bonnet lo tenía claro cuando escribió: “buscar respuestas es solo un modo de hacerse preguntas, de negociar con las preguntas, de saber cuántas preguntas caben en una obsesión”. 

Algunas muertes no se explican pero están. Entre rumores, llanto, furia, incomprensión, de ese camino siempre -o en amplia mayoría- se sobrevive. No hace falta entenderlo todo, a veces las preguntas se responden con una idea que se abre, pero no se cierra. Como el final que le da Heredia a Extranjera, la imagen que deja al lector parece clara aunque lo único explícito sea el desajuste en la piel que atraviesa un personaje durante toda la novela: “se pregunta si se parecerá más a ese hombre desorientado o a la mujer que ahora vive solo en su recuerdo. Como si fuera una extranjera en ese grupo que alguna vez llamó familia. Toma lo que queda de cerveza, llama al mozo y le pide una lata más. La última y se va. Después de todo, nadie la espera en ningún lado.” Otra vez, la ausencia que deja la muerte dialoga con los recuerdos que dejó la vida.

Los huecos se forman porque estuvieron previamente llenos. Y sin embargo, nunca alcanza. Nada salva, por más que nos guste creer que sí. Acompaña, aguanta, resiste. Detiene y retrasa, en muchas ocasiones, pero no alcanza como freno. Es imposible evitar lo inevitable. Por eso duele, por eso genera interrogantes. 

“Muchos seres me aman todavía, pero desde ahora mi muerte no matara a ninguno” escribe desde la pérdida, Barthes. Lo irreversible está presente en el mundo que sigue girando, nada se detiene. Más tarde que temprano, todo sigue. Llegan nuevas risas, nuevos besos, nuevas palabras, otros días y otras noches. El hueco está, siempre está. Pero no detiene. Más tarde que temprano, se convive con las ausencias propias y ajenas. Tranquilamente podríamos ubicarlas en la sombra: cuando hay luz se mueven silenciosas, en la oscuridad pueden acaparar todo. 

Hablar de la muerte me permite hacerle lugar. Habitarla como una presencia constante que me recuerda, otra frase de Benedetto, que el futuro no me sobra. Puedo sentarme a llorar por el fin o ponerlo a jugar para resignificarlo. 

Camus planteaba que la cuestión filosófica era si vale la pena vivir. Desde la solemnidad, pero con crudeza. Ahí está la tensión misma, ¿por qué hablar de la muerte se parece a decir una mala palabra cuando se es chico? La incertidumbre de saber que el fin llega aunque no se sepa cuándo, debería ser un sostén de vida. Y sin embargo, sigue siendo un tabú que incomoda, genera nervios y evasión. “Pensamos la muerte como algo que interrumpe el curso de lo vital, en vez de entenderla como parte del mismo proceso”, sostenía Bonnet.

Una noche en televisión, Dolina dijo en voz alta lo que muchos pensamos: “Nunca he podido disfrutar enteramente ningún placer de la vida sin que una voz me susurrara al oído: ‘Te vas a morir’. Y, peor todavía: ‘Se van a morir todos los que amás’. Eso arruina cualquier festín”. Segundos después, mencionó lo que con el tiempo termine aceptando, la falsa pero necesaria salvación: “Lo único que a veces acalla esa voz es el amor. Lo más parecido a una salida que encontré es el amor. En el momento culmine del amor no te importa morir. Pero eso dura un minuto”. 

Al final, todo conduce inevitablemente a la muerte e inevitablemente al amor.