Literatura
Moscas en la Nueva Roma
Por Juan Marcos Perrone
30 de junio de 2025

1937-1973: Dos escenas de la literatura del siglo XX
I: En el Ferdydurke, Gombrowicz advierte sobre ese enemigo terrible para la eficacia del artificio literario: la mosca. El escritor hace un esfuerzo colosal para arrancar al lector de su incredulidad, para forzarlo a sumergirse en la ficción, pero una mosca que pasa volando lo distrae y todo el esfuerzo se disuelve en el aire.
II: En el prólogo a su novela Crash, Ballard anuncia que, dado que en algún punto de la década del ‘60 el equilibro entre realidad y ficción se invirtió, la literatura fue desalojada del campo que le era propio. El mundo se convirtió en un mosaico de ficciones en competencia, y la literatura ni siquiera figura entre “las ficciones que gobiernan el mundo”. Fue sustituida por otras actividades, como la publicidad y la política, que es conducida “como una rama de la publicidad”. Medio siglo después de ese prólogo de Ballard, parece que esta última afirmación debería reformularse: lo que predomina hoy en la narrativa política no son los procedimientos de la publicidad, sino directamente los de la ficción.
Un ejemplo sintomático de ese desplazamiento podemos verlo en la malograda trayectoria del señor Marcos Peña, ex jefe de gabinete de Argentina, que se mostraba abiertamente incómodo cuando intentaban asociarlo al “marketing político” o a la consultoría. Con sonrisa entusiasta, Peña aseguraba que prefería verse a sí mismo como un escritor: el coautor (junto a Jaime Durán Barba) de una “novela”. La ficción, la “novela”, había entendido Peña, es más eficaz que el marketing: suspende la relación con lo real y desactiva la pulsión crítica de la sospecha, germen de esa negatividad a la que Peña atribuía múltiples males. Aunque había entendido las limitaciones del marketing, Peña nunca se pudo liberar del todo de sus procedimientos. Quiso renovar el lenguaje de la de la derecha, pero terminó sepultado por los políticos extremistas, más desfachatados, menos limitados por la exigencia de preservar niveles elementales de seriedad o coherencia (esos lastres desechables). Más dispuestos, en definitiva, a asumirse sin vacilaciones ni complejos como productores de ficciones.
En esta situación, conviene no olvidar al enemigo temible que anunció Gombrowicz y recordar que absorber los poderes de la literatura tiene un precio.
Al vampirizar la capacidad de la literatura para provocar estados de conciencia hipnóticos capaces de suspender el juicio crítico y despertar esa “fe poética” de la que hablaron los románticos, los políticos y performers de la extrema derecha se exponen, sin darse cuenta, a la amenaza de la mosca.
¿Y acaso no acechaba la mosca al poder político desde siempre? Antes de la mosca de Gombrowicz, hubo otras moscas. Vemos (u oímos) a la mosca entrar en escena hacia el final de la tan comentada novela de Giuliano da Empoli, El mago del Kremlin: “Una mosca que, imprevisiblemente, vuele durante una ceremonia humilla al zar”, cita Vadim Baránov, asesor narrativo y escenográfico del Putin que imaginó da Empoli. Esa cita viene del marqués Astolphe de Custine, La Russie en 1839. En el zumbido de la mosca, el visitante francés en la corte de San Petersburgo oye el crujido de la ficción que sustenta el poder del Zar. Entre los pliegues de un sofisticado dispositivo escénico que sostiene la ficción del poder, se filtra un enemigo minúsculo que revela su fragilidad.
De hecho, la mosca revoloteó desde el principio alrededor del Zar. A medida que avanzaba su reinado, Iván el Terrible, el joven príncipe moscovita que se autoproclamó Emperador de la Nueva Roma (“Czar”), debía pasar cada vez más tiempo atrapando moscas (o así lo representó Eisenstein en su versión de 1944, que tanto irritaba a Stalin). Como en la Rusia del siglo XVI, hoy la imagen de la Nueva Roma resurge en la imaginería kitsch de la extrema derecha: Elon Musk cita al general romano Craso y se lamenta de que, a diferencia de Putin, el “Czar” moderno, él no posee (todavía) tropas que respondan a sus órdenes; el busto de Julio César supervisa el “Salón de Guerra” de Steve Bannon en Washington; Javier Milei revela un inédito de Cicerón, mientras sus opríchnik digitales lo celebran como “Ave Miller” y desfilan por las plazas con estandartes que fusionan la estética de la guardia pretoriana con la de la Casa Gryffindor de Hogwarts.
Si uno afila el oído como lo hizo Custine, puede oír, en las bizarras imágenes de Donald Trump vestido de Emperador en el palco del Coliseo, el zumbido terrible que amenaza el poder del “Czar”.
De moscas e hipnotizadores
La mosca tiene una genealogía literaria propia. Al hacerla entrar en acción, Gombrowicz debía tener en mente aquella escena de lectura ideal que los románticos ingleses soñaron a principios del siglo XIX.
El concepto de suspension of disbelief fue introducido por Coleridge en su Biographia Literaria de 1817 y desde entonces repetido, explotado y reversionado infinidad de veces. La suspensión de la incredulidad de Coleridge puede ser definida como ese particular estado de trance en el que un lector se sumerge de manera total en un universo ficcional. Para suscitar esa “fe poética”, el escritor debe realizar operaciones similares a las de un alquimista, extrayendo de su “naturaleza interior” la sustancia que anima y dota de interés a las “sombras de la imaginación”. Pero Gombrowicz, en el Ferdydurke, viene a advertir que esa escena ya es imposible, que algo se coló por la ventana.
El símbolo de la mosca representa la transformación experimentada por el paisaje sonoro y cognitivo a lo largo del siglo XIX y las primeras décadas del XX. Por eso, para los escritores del siglo XX, era imposible ignorarla. Sin embargo, la mayoría no estaba dispuesto a renunciar así nomás a la communio mystica con los lectores que les habían prometido sus bisabuelos románticos. Decididos a prolongar ese vínculo mágico, muchos introdujeron en sus obras reflexiones y consignas destinadas a evitar la intrusión de las moscas.
Cortázar imagina un lector tan voluntariamente sumergido en el hechizo de la fe poética que se vuelve cómplice de su propio asesinato. Continuidad de los parques dedica buena parte de su brevísima extensión a detallar obsesivamente las estrategias de su protagonista para que ninguna mosca venga a interrumpirle su lectura. Similar fumigación literaria abre Si una noche de invierno un viajero, de Ítalo Calvino: “Relajate. Recogete. Alejá de vos cualquier otra idea. Dejá que el mundo que te rodea se esfume en lo indistinto. La puerta es mejor cerrarla; al otro lado siempre está la televisión encendida”, a lo que sigue un catálogo de sugerencias triviales para evitar las interrupciones.
Pero también persistió la fe en la capacidad de la escritura para fumigar por sus propios medios. Uno de los herederos más radicales de la suspensión de la incredulidad romántica fue el uruguayo Mario Levrero, que concebía el arte de la escritura como la creación de una “máquina de hipnotizar” capaz de corroer la conciencia crítica del lector para forzarlo a aceptar el universo ficcional. Más optimista que Cortázar y Calvino, Levrero cree o dice creer todavía en la posibilidad de una escritura que por sí misma provoque un estado de trance, abriendo un canal a través del cual se transmiten contenidos de un alma a otra, sin mediaciones. El entrenamiento que propone Levrero para lograr esto requiere de una depuración extrema de todo lo relacionado con las técnicas y los temas de la literatura, para que pueda expresarse la esencia única y pura del artista… La propuesta es ambiciosa, pero la mosca acecha: las interrupciones tienen un lugar protagónico en las muchas escenas de lectura y escritura que hay en La novela luminosa. Alguien siempre toca el timbre, o se impone la distracción.
O sea que la literatura, obligada a encontrar sus condiciones de lectura dentro del frágil equilibrio sonoro de los espacios cotidianos, estaba condenada de una u otra manera a ser derrotada por la mosca.
El cine, en cambio, considerado en tanto ritual, se reclamó el gran heredero de la suspensión de la incredulidad. Story de Robert McKee es ese manual de guión de los ‘90 parodiado (y quizás elogiado) en la desquiciada Adaptation de Charlie Kaufman. Cuando McKee habla de la “suspensión de la incredulidad” de Coleridge, le asigna el rol protagónico en el establecimiento de un vínculo emocional entre película y espectador. McKee asocia la capacidad para provocar la fe poética a la “autenticidad”, que es el vehículo de la empatía a la que los contadores de historias deberían aspirar. Esa “ceremonia en la oscuridad” que es el cine solo nos mantiene involucrados, dice McKee, en la medida en que es auténtica. Y para ser auténtica tiene que ser creíble (es decir, verosímil).
Claro que McKee pensaba desde un paisaje sonoro y cognitivo tan diferente al de nuestros días como podían ser los entornos en los que vivieron Coleridge y Gombrowicz. La masificación los teléfonos “inteligentes” y sus zumbidos, junto con otras transformaciones en las maneras de producir y consumir cine, arrasaron desde entonces con la experiencia del cine como ritual.
De hecho, hace algunos meses, Quentin Tarantino aseguró que el cine está muerto. Lo que murió no fueron, obviamente, las películas en sí, sino el ritual del cine.
Podemos ver la muerte del cine-ritual como el resultado de una guerra entre dos ciudades: la derrota de Los Ángeles frente a San Francisco. Habitamos el espacio sonoro caótico de un mundo diseñado por los barones californiarnos de la tecnología: los zumbidos de las notificaciones de las aplicaciones que reclaman continuamente nuestra atención, la secuencia infinita de reels con sus fragmentos sonoros entrecortados (que nos rodea incluso contra nuestra voluntad), la omnipresencia de una música diseñada menos para ser disfrutada estéticamente que para tapar los ruidos que habitan los paisajes interiores y exteriores… A primera vista, podríamos pensar estos sonidos como manifestaciones de la mosca de Gombrowicz. Y es evidente que, en su ambición totalitaria sobre el dominio de nuestra atención, las plataformas digitales atentan contra nuestra capacidad de sumergirnos profundamente en la lectura. Pero si recordamos las advertencias de Ballard y las vemos en cambio como superficies donde se despliegan ficciones, nos damos cuenta de que las operaciones por medio de las cuales nos capturan se asemejan más bien a las del poeta-alquimista de Coleridge. O, como propuso el filósofo italiano Andrea Colamedici, a los ardides del artista-hipnotizador levreriano.

Del sabotaje burruoghsiano a la ficción hipnótica algorítmica
El zumbido de la mosca de Gombrowicz simboliza la irrupción arbitraria y aleatoria de una realidad exterior que derriba de un solo golpe la consistencia hipnótica del universo ficcional (con sus leyes, sus “técnicas de verosimilitud”, sus procedimientos para suspender la incredulidad). Los zumbidos de las tecnologías digitales, por el contrario, son los engranajes de una máquina hipnótica que se retroalimenta capturando y dirigiendo la totalidad de nuestra capacidad de atención.
En la primera década de este siglo, y sobre todo después de la Primavera Árabe, las redes sociales pudieron presentarse como el instrumento de una especie de utopía burroughsiana de sujetos libres capaces de desmontar las técnicas autoritarias de control. La misma maquinaria publicitaria de Silicon Valley estimulaba esa narrativa. Esa inocencia llegó a su fin a mediados de la década pasada, con las revelaciones de Cambridge Analytica y el aprovechamiento por parte de la alt-right de los zumbidos algorítmicos de las redes sociales para manipular con éxito múltiples elecciones.
A esta altura, aunque Elon Musk haya fijado un montón de tweets que pretenden lo contrario, todo el mundo sabe perfectamente que la dispersión de esos zumbidos no tiene nada que ver ni con la libertad ni con lo aleatorio. Por el contrario, los zumbidos están al servicio de un poder que los pone en circulación con métodos diseñados para encapsular nuestra atención e intensificar las narrativas extremistas.
Retomando las escenas de Gombrowicz y de Custine, el problema al que nos enfrentamos hoy no es que estamos demasiado aturdidos por las moscas, sino que ya no podemos escucharlas.
En este sentido, el mago Baránov y sus epígonos “reales” (menos sofisticados que el original, quizás, pero más entusiastas) son más discípulos de Coleridge que de Gombrowicz. Como el poeta inglés, sueñan con una comunión mística con su público, un horizonte en el que nuestra atención es capturada sin fisuras, sin molestas interrupciones ni desvíos.
Pero, tarde o temprano, irrumpe otra vez la mosca. Y Baránov y sus epígonos pierden la compostura al ver que peligra su capacidad para retener al público en el hechizo de la ficción algorítmicamente diseñada.
Su reacción es sintomática y está resumida en la fórmula más elegante de Steve Bannon: inundan la cancha de mierda.
Stalin vs. Trotsky en la cancha inundada de mierda
La acumulación de información y la comprensión profunda suelen ser contradictorias (algo así ya escribió Heráclito hace 2500 años).
Aunque la avalancha de intervenciones aparentemente incoherentes de los políticos extremistas resulta abrumadora si uno se somete a su simulacro de vorágine, todas responden a un patrón narrativo común basado en un modelo simplificado. Según da Empoli, ese modelo es la mitología estalinista, formada por una variante “real” (el reality show escenificado de las purgas) y una variante ficcional (el realismo socialista).
Las novelas de la era estalinista nos muestran a héroes que logran cultivar plantas tropicales en plena tundra sin la ayuda de invernaderos y a saboteadores que no tienen prurito en llenar de vidrio molido la comida de los niños. Son novelas que no tienen nada de realistas, si se las ve desde el punto de vista del realismo tradicional. No es el desarrollo psicológico de los personajes o la evolución de los conflictos sociales lo que sostiene la tensión narrativa sino el enfrentamiento entre esas dos figuras arquetípicas: el héroe y el saboteador (es decir, los avatares de Stalin y Trotsky).
En el sistema narrativo del realismo socialista, héroe y saboteador son figuras simétricas que se oponen en un conflicto cósmico y mítico. Los saboteadores no están condicionados por las motivaciones emocionales o lógicas de los personajes del realismo burgués (amor, venganza, dinero, fama), sino que encarnan fuerzas demoníacas y sobrenaturales; las hazañas de los héroes trascienden los límites de lo meramente humano: pueden, por ejemplo, detener a sus enemigos con la sola fuerza de su mirada (en este sentido, se parecen mucho más a Batman que al viejo Goirot de Balzac).
El antagonismo entre el héroe superhumano y el saboteador demoníaco estructura también las ficciones conspiranoicas del extremismo reaccionario. Por ejemplo, en la ficción llamada QAnon (que propagan quienes irrumpieron en el Congreso norteamericano el 6 de enero del 2020), se nos revela un satánico plan global para secuestrar niños y arrebatarles la preciada sustancia del “adrenocromo”, que permite mantenerse joven indefinidamente. Más allá del delirio, lo que importa es la firmeza del núcleo mítico: el héroe (Donald Trump y sus aliados) son los únicos con la voluntad y la fuerza suficiente para combatir la fuerza demoníaca de los conspiradores (el establishment o la “casta”, los políticos demócratas, los artistas e intelectuales progresistas), quienes encarnan un Mal absoluto. La consistencia no está dada por la coherencia narrativa en un sentido causal, sino por la sencilla rigidez de las posiciones: todo lo que sea asociado al Héroe es signo de superioridad (moral y estética), todo lo asociado a los saboteadores es maligno, inmoral y podrido.
Sin embargo, aunque da Empoli tenga razón en señalar la productividad de la mitología estalinista para las narrativas de la extrema derecha, este modelo no alcanza para explicar su funcionamiento en el nivel sensorial y cognitivo. Para eso, debemos volver otra vez la mirada hacia Los Ángeles, más precisamente hacia las omnipresentes películas de acción y superhéroes de Hollywood que dominan nuestro paisaje visual y narrativo desde comienzos del siglo XXI.
Las tempestades aburren: los extremistas reaccionarios y el cine-caos
En un ensayo titulado “Chaos Cinema: The decline and fall of action filmmaking”, el crítico alemán Matthias Stork analizó la manera en que los cambios en las técnicas de edición transformaron el cine de acción a partir de comienzos del siglo. Si el criterio de edición en el cine mainstream tradicional se basaba en facilitar la orientación del espectador y la inteligibilidad de la acción, lo que buscan los nuevos blockbusters es la sobrecarga sensorial. Es lo que Stoker llama el “cine-caos”: una sucesión histérica de escenas de alto voltaje inyectadas con adrenalina que no busca involucrar al espectador mental o emocionalmente, sino “abrumar, subyugar e hipnotizar” para imponer un estado de pasividad. Como muestra Stork, esto lleva a los espectadores a un estado de agotamiento y desorientación: “Estas películas no te seducen hasta llevarte a suspender la incredulidad. Te vapulean hasta que te das por vencido.”
A pesar de que las celebridades de Hollywood son uno de los blancos predilectos de sus ataques, los métodos de los políticos extremistas son continuadores de esta nueva era del cine de acción. De manera análoga al cine-caos, el método excremental de la extrema derecha busca doblegarnos para inducir un estado en el que somos más propensos a la hipnosis. Para lograr esto, utiliza su propia versión del montaje caótico, multiplicando e intensificando los conflictos y abriendo líneas narrativas de manera cada vez más descontrolada. El caos se equilibra con el maniqueísmo extremo proporcionado por la mitología estalinista: no importa que no entendamos del todo qué es lo que está pasando, solo importa que sepamos quiénes son los buenos y quiénes son los malos. Aunque las líneas narrativas que propagan los políticos extremistas tienden a volverse cada vez más inconexas, el efecto de coherencia se sostiene mientras se mantenga en pie la figura del Héroe, alrededor del cual orbitan todos los antagonismos. En la superficie lo percibimos como un caos, pero es un caos vertebrado por la ética polar del extremismo.
Al igual que en el cine-caos, es obvio que la aceleración incesante no es más que un síntoma que revela la ansiedad por sostener a toda costa la tensión del público, amenazada por la dispersión. Pero cuando la descontrolada sucesión de imágenes no logra doblegarnos, las películas del cine-caos nos recuerdan la sentencia de Nicanor Parra: “Las tempestades aburren”.
Afectada por la velocidad de circulación de los estímulos y por las mismas patologías propagadas por los nuevos medios digitales, la potencia de las narrativas extremistas también corre el riesgo de saturar y desinflarse. Para agravar las cosas, los extremistas legitiman su poder sobre una promesa siempre postergada de grandeza futura. Pero, inevitablemente, la disonancia entre las promesas épicas y la mediocridad del devenir cotidiano tiende a intensificarse con el tiempo, lo que lleva al poder extremista a volverse cada vez más fanático, paranoico y delirante. Estas debilidades intentan compensarse con simulacros cada vez más grotescos de potencia, mientras en paralelo se amplifican y deforman hasta el delirio las figuras de los saboteadores. El número y variedad de los saboteadores crece, se multiplican sus supuestas perversiones demoníacas, y se los persigue, censura, reprime y encarcela de manera cada vez más descarada.
Sin embargo, es evidente que estas estrategias de bombardeo sensorial, caos argumental y simplificación narrativa son precarias: las moscas de Gombrowicz y de Custine no dejan de acechar. De hecho, es el mismo poder extremista el que, involuntariamente, las convoca. Según la ya célebre formulación de Steve Bannon, los extremistas utilizan la estructura algorítmica para “inundar la cancha de mierda” y aumentar la confusión. Y a las moscas, sabemos, las atraen la mierda y la putrefacción. La basura y los cadáveres. Aunque la mierda pueda, durante un tiempo, saturar nuestra percepción y atontarnos, tarde o temprano las moscas empiezan a rodearla. Obligada entonces por su propia dinámica, la política excremental-extremista no puede dejar de atraer precisamente a su peor amenaza.
Ante este panorama, surge una segunda lectura posible de la mosca de Gombrowicz, precisamente la que él defendía. Treinta años después del Ferdydurke, de vuelta de su odisea argentina, Gombrowicz se radicaliza, se identifica directamente con la mosca: el artista “es una mosca, ¿y qué?”, desafía en una entrevista a Dominique de Roux.
Cuando estratégicamente induce la incredulidad, la duda, la distracción, la posibilidad del aburrimiento, el artista-mosca señala hacia otros modos de narrar, hacia otros modos de vinculación con el público, por fuera de la hipnosis y la “suspensión de incredulidad”. El artista-mosca desarticula los efectos de montaje abriendo el espacio a la intervención activa del lector, que, en su aburrimiento y distracción, omite, ignora, inventa, desecha, saltea, tacha, reescribe. El artista-mosca irrumpe y zumba en la ficción algorítmica del extremismo reaccionario para revelar, detrás de la fachada triunfalista, la desesperación, la ignorancia, el engaño y la putrefacción.
En este sentido, la mosca puede no solo denunciar la fragilidad de la narrativa extremista, sino que puede mostrarnos (parafraseando a Burroughs, otro artista-mosca) que hoy la política se encuentra cien años atrasada con respecto a la literatura.
¿Pero cómo sustraernos a la máquina hipnótica? ¿Cómo convertirnos en máquinas de interrumpir, de desbaratar la hipnosis?
¿Cómo transformarnos en moscas?
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