Literatura
Martín Fierro y la potencia de una ficción
Piglia decía que la ficción construye un discurso ni verdadero ni falso. Este ensayo parte de esta intuición para volver a pensar, una vez más, un relato que fundó míticamente nuestra identidad nacional: el Martín Fierro.
Por Santino Ciganda
04 de diciembre de 2024
Borges dijo alguna vez que Don Quijote ha llegado a ser en algún punto más real que Cervantes. Lo que quiso decir Borges en verdad, es que percibimos esos personajes como reales, aunque no hayan existido realmente. Los percibimos como pares, como a nosotros mismos y no como objetos ficcionales.
Hay un punto límite en la literatura en donde los personajes pasan a ser una condición de verdad: tan real y tan cercano a nosotros mismos que ya no sospechamos que sean falsos o inventados. Así nos pasa con el Martín Fierro. Una ficción que constituye gran parte de nuestra identidad nacional. Tanto así que celebramos nuestro día de la tradición en homenaje a él y José Hernández.
La potencia de la ficción diría Ricardo Piglia. Y si, no debería sorprendernos que nuestro día de la tradición esté basado en una ficción, porque la verosimilitud no es una condición necesaria para la eficacia de una creencia. No es necesario que el Martín fierro haya existido realmente, haya sido de carne y hueso (como si fueron otros gauchos como El lobo Juan Moreira o Segundo Ramírez “Don segundo Sombra”) para que constituyamos parte de nuestra identidad en base a él. Fierro nos parece a esta altura más real que José Hernández. Casi como si Hernández fuese un efecto de Martín Fierro, como si las cosas se hubiesen invertido y Fierro haya relegado a Hernández a la ficción tomando su condición de hombre real. “La ficción trabaja con la verdad para construir un discurso que no es ni verdadero ni falso. Que no pretende ser ni verdadero ni falso. Y en ese matiz indecible entre la verdad y la falsedad se juega todo el efecto de la ficción” decía Piglia. Una gran definición de la ficción, su potencia y sus efectos. La ficción no está en el campo de la comprobación. No es ni verdadera ni falsa y trabaja con eso.
De mito popular a símbolo de la identidad nacional
Martín Fierro se inscribe en primera instancia en una tradición popular y define de un modo determinante nuestro imaginario argentino en relación al gaucho y su entorno. Pero ¿de qué modo la protesta social de un subalterno (la ida 1872) se convierte en una cifra de la tradición? ¿De qué modo esa instancia muy concreta de protesta social, de resistencia en la cultura popular, se convierte a la vez en un reservorio cultural para la identidad? Hay algo de una naturaleza inconsciente en los fenómenos culturales diría Franz Boas. Porque la pregunta es clara, ¿de qué modo una tradición se convierte en tradición? Algo de lo inconsciente participa ahí. La tradición se hereda y está ligada a formas profundas de nosotros mismos y de los otros. Puede que no la conozcamos bien y de eso se trata. Habita en nuestro imaginario, en nuestras costumbres, en nuestros hábitos. En la forma en que nos reconocemos y nos identificamos. En lo que consideramos propio y en lo que consideramos ajeno. “Modos de ser de una realidad profunda y compartida”.
Lo cierto también, es que ese proceso inconsciente va acompañado de decisiones políticas concretas. Quiero decir, mientras Martin Fierro en 1872 se queja -y con razón-, en 1912 Leopoldo Lugones en un ciclo de conferencias que dictó (a las cuales asistió Roque Sáenz Peña, flamante presidente del país en esos años) canonizó el Martín Fierro. El poema épico fundacional.
En 1910, dos años antes y en pleno centenario de la patria, Ricardo Rojas integró la Literatura Gauchesca como género dentro de la Literatura Argentina en el sistema educativo. El Martín Fierro da ese paso fundamental: de tradición popular en primera instancia a símbolo de la identidad nacional en segunda. Un elemento de la tradición popular – dice Kohan- se convierte en emblema de la identidad nacional, en un gesto de esencialización de la argentinidad en la figura del gaucho.
“No se puede gobernar con la pura coerción social, se necesitan fuerzas ficticias” decía Valery y la argentina de fines del Siglo XIX e inicios del Siglo XX aplicó la cita al pie de la letra: tomar un elemento del universo popular y ponerlo en la posición de mito para incorporarlo como parte del dispositivo del estado nacional. De a poco y en contexto de plena disputa política e ideológica el Martín Fierro se iba convirtiendo en tradición. Es que la evidencia de que no se contaba con una tradición que permita asimilar e incorporar las masivas inmigraciones de fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX decantaron en la urgencia de constituir una tradición. Una en la cual afirmar nuestra identidad y sostenerla sin que ese arribo múltiple de nacionalidades la disuelva. La cuestión era lógica, el país era muy joven (la constitución nacional se firmó el 1 de mayo de 1853 por ejemplo) y no había un pasado tan vasto en donde asimilar e integrar esa llegada. Hubo que inventar un pasado, inventar una tradición. Y se la fabricó con una pertenencia como si hubiese existido desde siempre. Otro efecto de la tradición: la sensación de sentir que estuvo ahí desde su inicio, desde el origen.
¿Todo pasado es tradición?
Ahora bien, ¿todo pasado es tradición? “Podemos definir la tradición como el residuo de un pasado cristalizado que se filtra en el presente” decía Piglia. Que se filtra en el presente, viene hacia nosotros. Y si no viene lo traemos, lo buscamos, rastreamos, hurgamos huellas perdidas de lo que ha sido, lo que fue, lo casi olvidado. En algún punto la tradición tiene algo de fugitivo, siempre trabajamos con ella cuando pareciera que no está.
La tradición siempre es retroactiva, es una mirada hacia atrás. Es un ejercicio en retrospectiva y esto lo mostró muy bien Borges en “Kafka y sus precursores”.
El pasado no es un museo de momias, el pasado no está muerto ya nos enseñó Eduardo Galeano. Esa vuelta hacia el pasado es una lectura y en esas lecturas siempre se lee mal. Quiero decir, se recorta, se fragmenta, se cita mal, se tergiversa. O sea, se resignifica, se reinventa. Se le imprime otro sentido. En esa operación el “original” queda difuso y a merced del uso del presente. Martin Kohan planteaba un movimiento necesario que tiene que tener el pasado para funcionar justamente como tradición: estar dispuesto siempre para su actualización en el presente. Resignificar el pasado y en ese mismo acto resignificar el presente.
Literatura y sociedad
“La ficción narra metafóricamente las relaciones más profundas con la identidad cultural, la memoria y las tradiciones. Existe una red de narraciones básicas, de relatos sociales, que la novela reconstruye” pensaba Piglia. La literatura entonces, capta algo de las relaciones sociales de una época y las materializa. Hay algo de un poder incierto basado en el poder del convencimiento, en la potencia de una narrativa, de una palabra, de una creencia. No se trata de ver la presencia de la realidad en la ficción, sino de ver la presencia de la ficción en la realidad pensaba Borges y fundamenta en esa idea toda su poética del cuento fantástico. Martin Fierro sería un gran ejemplo de esa idea.
Durante cada fecha, durante cada día de la tradición escucharemos folclore, tomaremos vino y comeremos locro o empanadas fritas. Saludaremos a nuestros familiares, a nuestros amigos y a los no tan amigos con un abrazo. Disfrutaremos de escuchar del laborioso rasgueo de una guitarra y entonces sucederá, así como sucedió siempre: sin que nos demos cuenta estará con nosotros, acompañándonos, un pedazo de nuestra historia. Sin darnos cuenta estaremos reforzando en ese ritual formas profundas de nosotros mismos y de los otros. Y estaremos a su vez, sin percatarnos, mudando nuestra propia piel, transformándonos, escindiéndonos hacia otra identidad.
Y está bien que sea así, porque la verosimilitud y la conciencia de una tradición no son una condición necesaria para la eficacia de una ficción.
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