Literatura

Los dos mitos y los dos Borges

A partir del ejercicio de imaginar al escritor en su juventud, Santino Ciganda propone bucear entre todas las imágenes de Borges que se nos escapan: el yrigoyenista, prologuista de Jauretche, anti-gaucho y pro-gauchesca, y tantos mitos más

Por Santino Ciganda
18 de septiembre de 2024

“Parece tan difícil imaginar la vejez de Arlt como la juventud de Macedonio Fernández” escribió Ricardo Piglia en el Prólogo de Un paisaje en las nubes, libro de las crónicas de Roberto Arlt para el diario El Mundo. Esa misma sentencia podría aplicarse también, de manera exacta, a Jorge Luis Borges. Podríamos hacer el ejercicio de imaginarnos al Borges joven. Sobre todo, porque este juego imaginario nos sirve en principio, para por lo mínimo, postular dos mitos de Borges.

El primero, el más reconocible, el más cristalizado, el más difundido: el Borges viejo y ciego, de traje y bastón, que espera, solitario, en el fondo de la biblioteca. El que conoce de memoria cada posición de los libros en cada anaquel. El que construyó un universo literario y el que vive literariamente. El Borges universal, el eurocéntrico, el europeísta. El Borges de los espejos, de los laberintos, de los dobles. El de los tigres, el del color amarillo y la poesía. El de las ficciones inagotables, el de los juegos psicológicos. El admirador de la cultura inglesa que leyó a Thomas Carlyle, Arthur Schopenhauer, Charles Dickens, Thomas De Quincey, Francisco de Quevedo. El que se interesa por Oscar Wilde, Sir Thomas Browne, Robert Louis Stevenson, Henry James, Emerson, Rudyard Kipling. El que siempre está ligado a la alta cultura, al elitismo porteño. El Borges erudito, inscripto siempre en un imaginario de cultura europea. El que leyó todos los libros que pudo a conciencia de saber que hay muchos que no va a poder leerlos nunca. El escritor que no sale de la casa, y que por vivir inmerso en los textos ha sido privado de toda experiencia. Este es un Borges, que por supuesto, está ligado a una época y a una posición política determinada. El Borges de los años 40, el que escribió y publicó Ficciones y El Aleph. El intelectual descomprometido. El cipayo, el antipatria, el extranjerizante, el antiperonista.

Después está el otro, el segundo Borges: el Borges joven. A este hay que imaginarlo. Despojarlo de su bastón, de su ceguera y su traje y construir el mito. El otro mito, el menos difundido, el que se ha perdido en el tiempo. El Borges que no conocemos, del que nadie habla. Ese que no podemos reconocer muy bien su cara porque casi no existen registros fotográficos de ese joven. El Jorge Luis Borges de los años 20. ¿Qué hacemos con el Jorge Luis Borges de los años 20? ¿Dónde ponemos a ese empedernido lector de la gauchesca? El que lee a Eduardo Gutiérrez, Ricardo Rojas, Estanislao del Campo, Leopoldo Lugones, José Hernández, Hilario Ascasubi, Bartolomé Hidalgo. ¿Qué hacemos con ese joven de 24 años que escribió Fervor de Buenos Aires y habló de una Buenos Aires de grandes cuchilleros, de zaguanes, de la Buenos Aires del Siglo XIX, anterior a las grandes inmigraciones? ¿Qué hacemos con el Borges de las orillas? El que escribió “Hombre de la Esquina Rosada” y “La intrusa”. El que reescribió infinitamente el Martín Fierro porque comprendió lo fundamental de ese libro insigne en la constitución de la identidad nacional. ¿A dónde metemos el Borges amigo de Homero Manzi, de Raúl Scalabrini Ortiz? Esos mismos amigos que lo invitaron a incorporarse a FORJA en 1935 y que otros lo propusieron después para el Instituto de Revisionismo Histórico “Juan Manuel de Rosas”.

¿Dónde metemos el Borges yrigoyenista?  ¿y el que prologa un libro de Jauretche? Dónde está el Borges que no vemos tanto, que parece perdido, diluido por el correr del tiempo y que versaba: “quiero el tiempo con baldíos de ansiar y no hacer nada/ el tiempo hecho plaza/ no el día picaneado por los relojes yanquies/ sino el día que miden despacito los mates”. Dónde se encuentra el que ensayaba “a los criollos les quiero hablar, a los hombres que en esta tierra se sienten vivir y morir, no a los que creen que el sol y la luna están en Europa. Tierra de desterrados es esta, nostalgiosos de lo lejano y ajeno, ellos son los gringos de veras y con ellos no habla mi pluma. Quiero conversar con los otros, con los muchachos querencieros y nuestros que no le achican la realidad a este país. Mi argumento es la patria… ¿qué hemos hecho los argentinos? El arrojamiento de los ingleses fue la primera hazaña”. A dónde colocamos al Borges que decía “Sarmiento, norteamericanizado indio bravo, gran odiador y desentendedor de lo criollo, nos europeizó, con su fe de hombre recién venido a la cultura y que espera milagros de ella”. Cómo fue que se nos escurrió el Borges que también escribió en 1942 (si, misma época de Ficciones y El Aleph) “El Compadre” y que inicia diciendo “Hombre de las orillas: perdurable. Estaba en el principio y será el último. Y sigue “en los días pretéritos fue el hombre/ de soler, de Dorrego, de Balcarce/ de Rosas y de Alem, siempre el hombre que se juega por otros hombres”.

La cuestión es clara: ¿cómo hacemos para reconciliar los dos mitos, que, a primera vista, se muestran cómo irreconciliables? ¿Cómo postular una unión cuando los elementos se muestran antitéticos en lo profundo de la palabra? Cómo hacemos para no disminuir a un autor que -como bien nos muestra Carlos Gamerro- “supo enaltecer el culto del coraje y optar por la barbarie gaucha (“Hombre de la esquina Rosada”, “El fin”, “El sur”) y deplorarla en otros (“Historia de Rosendo Juárez, “La noche de los dones”)”. Cómo hacemos para reconciliar a un hombre que pudo “ponerse platónico y proponer que no somos más que un sueño soñado por otro (“Las ruinas circulares, “Everything and nothing”) y también resignarse a aristotélico y admitir que nada podemos contra el peso de lo real (“Nueva refutación del tiempo”, “La espera”)”.

Es necesario despejar los sucesivos mitos que han entorpecido la comprensión de toda una dimensión de lo borgeano que existe en la literatura argentina. No porque la cristalización del mito del Borges viejo no sea cierta, pero de ningún modo es absoluta. Quiero decir, en cualquier caso, es una caracterización insuficiente. Insuficiente porque oculta toda una dimensión de lo nacional, de lo popular en Borges. Toda una mitología del criollismo urbano, de los cuchilleros, de las orillas, ligadas al mundo popular, con elementos vinculados a la muerte, la violencia, el culto al coraje, al duelo, a la figuración de los valientes. Como dijo Martín Kohan, toda “una figuración de un imaginario de lo popular en la literatura”.

Se habla del Borges de un periodo determinado como si ese hubiese sido un mismo Borges a lo largo de toda su vida. Este ejercicio de imaginárnoslo joven, nos permite, a su vez, preguntarnos por su identidad, por sus textos, por la representación de su figura en nuestro país. Porque este juego, en el fondo, es un juego borgeano en su máxima expresión: la pregunta por el reverso (¿Qué pasa si cuento el mito de Teseo y Ariadna desde la perspectiva del minotauro? La casa de Asterión; ¿qué pasa si cuento una experiencia personal como si le hubiese sucedido a un tercero y no a mí mismo? La forma de la espada; ¿qué pasa si narro la huida del Martín Fierro, ya no desde Fierro sino desde Cruz? Biografía de Tadeo Isidoro Cruz). Quizás, la mayor enseñanza que nos ha dejado Borges sea la certeza de que la ficción no depende solo de quien la construye sino también de quien la lee.

Y entonces la pregunta es válida y necesaria ¿quién fue Jorge Luis Borges? ¿Cómo lo leemos, qué posición asumimos? ¿cómo construimos su mito? “La ignorancia del narrador respecto a los hechos que están a su disposición es una premisa borgeana” decía Horacio González-. Un desplazamiento deliberado de la escritura. Una posición a la hora de escribir que permite, en ese vacío, en esa escisión, en esa ausencia del detalle que falta para completar la historia, producir la ficción borgeana. Una indefinición de raíz. Un lugar de enunciación que se presenta como confuso, poco claro. “Mientras el escritor de cualquier género presupone estar en conocimiento de todo lo que expresa, Borges se jacta de su ignorancia de los hechos” insiste González. Tal vez ahí radique la dificultad de leerlo.  Se podría decir que definir a Jorge Luis Borges, es abordar, en primera instancia, su indefinición. Es aceptar el sistema de oposiciones, de antagonismos, que habita en su figura.  Borges no fue ninguno de los mitos que hoy se establecen como una verdad postrera o fue todos los que podamos imaginarnos. Tal vez haya que leerlo como al Martin Fierro, “un libro insigne”; es decir, en un libro cuya materia puede ser todo para todos (I Corintios 9:22), pues es capaz de casi inagotables repeticiones, versiones, perversiones”. Una materia infinita, una materia que no se agota en lecturas, interpretaciones, sentidos. Hay tantos Borges posibles como lectores de Borges existan. Porque leer a Borges más que un sentido, produce una experiencia y, a su vez, sólo esa experiencia nos permite descifrarlo.

Santino Ciganda

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@santinociganda