Artificios
La víctima invencible
El artista experimental Juan Miceli continúa su serie de escritos sobre las artécnicas. En esta entrega, cuenta su experiencia en una residencia en Bogotá y vuelve a reflexionar sobre el cruce de identidades, los límites borrados y la constitución de la subjetividad entre y más allá de las fronteras.
Por Juan Miceli
18 de noviembre de 2025
Supiste quién era ‘
antes de que yo empezara a sospecharlo
ahora caminando por lejanas y míticas ciudades
soy tu triunfo
vos hiciste esa figura que recorre lugares que nunca conocerás
pero son sólo tuyos para siempre
vos los soñaste
yo los conozco
para mí las fachadas
para vos el deseo
lo único posible de ser llamado eternidad
Supiste quien era, poema de Juana Bignozzi
En esta tercera entrega de La Suspensión para la revista Urbe, luego de haber releído las anteriores, pretendo arrancarme las aspiraciones académicas que me habitaron mientras las escribía y forjarme nuevo en la experiencia reciente de residencia de arte y tecnología en Colombia. ¿Qué debería hacer para tener éxito en ese intento cuando la academia ya está inoculada e incorporada? ¿Salirme de mi propia piel? ¿Exorcizarme?
No, es más simple: Hacer lo ya hecho es suficiente. Me refiero a irme, dejar que otro suelo gravite sobre mi pensamiento y así reactualizar mi identidad visitante, mezcla de tierra y cuerpo. Los dos mil seiscientos cuarenta metros de elevación de la capital colombiana –una de las más altas de América Latina y del mundo-, se encargaron de hacerlo de modo literal: quedé fuera de combate apenas llegué, la noche del 20 de septiembre. Volví del trance del mal de altura, a la mañana siguiente, con otra percepción corporal: respiración alien, torso de plomo y aliento de cemento. De algún modo, lo dicho por Rodolfo Gunther Kusch respecto a “la gravitación del suelo sobre el pensamiento”, se hacía carne y me cocinaba a fuego lento durante esa primera noche en trance. Desde esa perspectiva, hoy me propongo darle un cierre a estos ensayos cuyo punto de partida fue la pregunta acerca de qué hacer con la colonialidad incorporada.
Regresé hace unos días de la residencia en la Universidad de los Andes en Bogotá, la ciudad-anfibia que se extiende sobre una meseta que fue un antiguo lago andino que con el tiempo se transformó en una planicie fértil. Estuve allá tres semanas, como parte de los intercambios internacionales del Programa Presente Continuo, desarrollando el proyecto Todos los ríos son el mismo río, que insiste en indagar en la identidad Latinoamericana -siempre volátil como la noción misma de identidad- en relación a los cuerpos de agua que intentamos domesticar. Si bien es de larga data e inseparable de las primeras suspensiones en el Delta del Paraná, comenzó a consolidar un nuevo rumbo en el marco del mencionado programa en el año 2024, en el que estuvimos trabajando in situ en el Río Chuelo. La propuesta surgió a partir de una navegación en una barca estatal por la zona más contaminada de dicho río acompañados por la artista mexicana Marcela Armas. La experiencia fue muy rica no solo para desarrollar la video instalación Chuelo (junto a Luciano Piccilli, Nair Gramajo, Agustina Rinaldi y Virginia Buitron, que fue exhibido en Planta Inclan en 2024), sino que potenció mi trabajo de investigación-creación (DAT-UNTreF). También fue un gran punto de partida para el desarrollo de la video instalación Suspensión curada por Marianella Baladan y Natalia Uccello en el marco de la exhibición Rituales Tecnológicos en Palacio Libertad (ex CCK). La mención de estas ramificaciones, hechas a partir de un material inicial común, es un modo de seguir poniendo el acento en el carácter polimorfo de la práctica de artes electrónicas y de la noción de artecnica, planteada en los artículos anteriores.
Me parece importante aclarar que lo que están leyendo no es solamente mi palabra, sino un texto polifónico que incluye las voces de Alejandro Ponce de León, María Pía López, Marie Bardet, David Pena, Myriam Luisa Díaz Moyano, pero también las que oí en las montañas y en la Catedral de sal y en las autopistas plagadas de repartidores y las que sonaban en el vapor que desprendían todas las sopas de papa que me comí y en el ascenso a pie al Monserrate donde me encontré al mí mismo de mi 1980, vestido de primera comunión, domesticado y salvado por el Cristo misionero que reinó en América.
Ilustración 1: Catedral de Sal, Zipaquirá, Colombia. La catedral original fue construida por los mineros.
I – “Si no creyera en el delirio”
Las notas que publiqué anteriormente en Urbe fueron puestas a prueba en la residencia. Ambas giraban alrededor de la idea de desclasificar matrices de control embebidas en nuestros cuerpos como modo de desincorporar al colono interno que nos habita. Había encontrado un modo de facto de hacerlo, a partir de una práctica que funciona como concepto-araña: la suspensión. También referían a la imposibilidad de definir esa práctica, de clasificarla. A pesar de mis esfuerzos y performances y tesis y rescates de último momento, la acción era elusiva y se escurría de mis aspiraciones de agarrarla. Todo el tiempo traía la estrofa de Atahualpa Yupanqui (cantada por Mercedes Sosa) que dice que “cuando (algo) parece más cerca, es cuando se aleja más”. Este manifiesto existencial, que intuyo que no se pretende como tal, resume de un modo certero, el fracaso de las ínfulas de definir.
El primer sábado en Bogotá, trabajaba en el departamento del piso 6 en el que vivía, distrayéndome constantemente con la vista que incluía la cinemateca, el Rio San Francisco y la montaña-selva, siempre a punto de tragarme como en “El Corazón de las Tinieblas”. Me llamo mucho la atención algo que ocurría abajo, en la Plaza Seca del complejo de edificios. Vi unas diez personas completamente cubiertas con trajes de flecos multicolores desplazándose por el espacio. De golpe se quedaban quietas y luego volvían a accionar en el espacio público: trepaban escaleras, se sentaban en las mesas de los bares, interrumpían todo con su presencia. Abandoné inmediatamente lo que hacía y bajé. Era la Compañía Mapa Teatro (https://www.mapateatro.org/es/) que formaba parte de la programación de la Bienal de Bogotá que había comenzado el día que llegué. Me llamo la atención una familia -compuesta por un hombre de alrededor de 80 años, una mujer de mi edad y un chico muy joven muy parecidos entre sí- que miraba la performance. Me acerqué a ellos y les pregunté si eran parte de la compañía.
–Eh argentino, ¿sabes quién fue mi amiga del exilio? – dijo el hombre.
–No – respondí.
–Mercedes Sosa –contestó presentándose como Jorge López Palacio.
Paralizado por completo por esa respuesta, acepte que la data venía casi sin llamarla y que la gravitación estaba en marcha, poniendo en movimiento otros ríos. Ese encuentro casual me acompañaría durante todo el desarrollo de mi residencia. Y las tres edades de los miembros de la familia López me harían conocer de primera mano algunos aspectos tecnopolíticos de la ciudad de la que habían huido en 1982 y también, de los efectos “del conflicto” sobre tres generaciones diferentes. De ese modo, la residencia se fue tejiendo, en gran medida, a partir de los vínculos que generó ese encuentro y las referencias a tres figuras emblemáticas de esa identidad que pretendía investigar: el exilio, el extractivismo inseparable de los ríos y el conflicto como punto de partida. ¿Que podían hacer las prácticas experimentales artécnicas con esa materia vibrante? Seguí encontrándome con los tres a lo largo de la residencia en circunstancias diversas porque supe que ahí pasaría algo, aun si me desviaba del plan original.
Entrevisté a Jorge Lopez Palacio para profundizar en su labor como miembro fundador de Yaki Kandru (significa en «tengo hambre» en lengua pijao), el primer grupo colombiano de experimentación sonora, que trabajaba en la selva amazónica a partir del intercambio sonoro con pueblos originarios. Me interesaba indagar en lo experimental como zona intermedia que suspende lo previo y genera nuevas posibilidades de imaginarios y formatos. En esa entrevista, Jorge me contó de su trabajo como fundador del departamento de antropología de la Universidad Nacional de Bogotá (de cuando no existía (sic)), de su relación con Mercedes Sosa en París (“me mojaba el brazo con sus lágrimas cuando lloraba por el exilio”) y de la escapada de la violencia de la década del ochenta. Jorge nunca había vuelto a Bogotá hasta el 2025, en que decidió radicarse en Colombia: cuarenta años en su país, cuarenta en Paris y ahora reencontraba ese mundo que era otro y volverse así un visitante en su propia ciudad. También me habló del trabajo como bailarina de su hija Ana María López (visitante en Paris, visitante en Bogotá). Unos días después, junto a ella y Oscar Leal (bailarines del programa artefacto de IDARTES) volví a hacer la suspensión colgándonos de algunos árboles que rodean el Planetario Bogotá. El concepto araña desplegó entonces una pata nueva: la suspensión como danza de a tres y como contagio. Ana María y Oscar la adoptaron para su proyecto enfocado en la relación arte y ciudad, modificándola, expandiéndola, haciéndola propia. De ese modo, volvieron a mostrarme lo que brilla tanto que a veces no me deja ver: que nunca debemos cederle el lugar intermedio al dualismo. Intuyo que es la mezcla, la hibridación, el punto de encuentro que implica suspender, lo que nos constituye. De algún modo, la suspensión comenzó a fusionarse con la entidad visitante y, en esa mezcla, se consolidaba como nueva perspectiva. La residencia que me sindicaba como visitante, me volvía a foja cero, puro presente continuo, en el que futuro y pasado se diluían en la presencia de hoy, algo muy similar a los efectos de suspenderse.
2 – “Libera a los prisioneros”
Cuando visitaba el Museo Nacional de Bogotá, o el Museo del Oro (brillaba tanto que te dejaba ciego), percibía ecos de cosas ya vividas (saqueos, explotación, golpes de estado, minería siempre minería) que habían ocurrido en el continente de un modo común, más allá de divisiones políticas y de la fundación de nuestras naciones. En Bogotá, todo parecía ser mas intenso, tanto la selva como el oro y la violencia. Cuando visite la catedral construida bajo tierra, en la mina de sal de Zipaquirá, todos esos hechos se respiraban en el aire salado. Impresionado por la devoción que los obreros manifestaban antes de iniciar su jornada laboral, adornando los socavones con imágenes de santos a los que imploraban protección, en 1932, Luis Ángel Arango (directivo del Banco de la República) tuvo la idea de construir una capilla subterránea que fue cerrada en septiembre de 1992 debido a fallas estructurales. En 1991, se construyó la nueva catedral de sal, elegida como “la maravilla de Colombia”. Su diseño arquitectónico y artístico es del arquitecto bogotano Roswell Garavito Pearl, que salió aprobado tras la elección del proyecto que contenía un total de 44 propuestas en un concurso convocado por la Sociedad Colombiana de Arquitectos en 1990. Se encuentra a ciento ochenta metros de profundidad y tiene la cruz tallada más alta del mundo. Zipaquirá no es sólo célebre por la explotación de sal, sino también por uno de los hallazgos de restos humanos más antiguos de Colombia en el Valle de El Abra. En el viaje hacia ese lugar, escuchaba los consejos que se repetían sin cesar: “No pases de la calle 19, no viajes en Transmilenio, no subas al Monserrate en día de semana, no uses el tren, no saques fotos”.
Hay un tipo de violencia inscripta en la suspensión: soy el jabalí y también el que mata al jabalí. Me reconozco en esa bipolaridad simultánea, en la supuesta contradicción. Como en un juego de espejos, la identidad visitante graba en el cuerpo la tensión entre rapiña y resistencia, arriba y abajo, pares que se diluyen en la simultaneidad de la acción. Algo así se hizo evidente al visitar Fragmentos, el espacio creado en 2017 por la artista Doris Salcedo y concebido simultáneamente como obra de arte viva, lugar de memoria y espacio de creación artística (impresionantes la muestra de pinturas de Michael Armitage y la instalación sonora de Hajra Waheed). La obra consiste en una construcción entre ruinas en el barrio de la Candelaria, cuyo piso se elaboró con las armas fundidas que las FARC-EP entregaron luego del armisticio de 2016 y contó en su creación con la participación de mujeres víctimas de la violencia sexual durante el conflicto armado en Colombia. La experiencia es muy impactante: se tiene la sensación de haber estado antes en ese lugar latinoamericano recurrente, que es el del enfrentamiento entre la carne y el metal, difundida por la estampita de la conquista desde el principio. Mientras recorremos Fragmentos, sé que somos esos visitantes suspendidos en el conflicto, entre la vida y la administración de muerte, la tierra y el aire, La Madre Patria y la Colonia, que a cada paso constata -con sorpresa- que acá hubo vida antes. Esa vida es una constelación que gira alrededor de América, siempre fluvial, siempre violentada y violenta, siempre defendiéndose y constituyéndose como la víctima invencible.
Claro que si creemos que logramos acercarnos a lo latinoamericano –sea lo que éste sea- es porque está justo a punto, como buen visitante, de alejarse otra vez, un poco más aún. Mucho más.
Apuerta amistad
Por Julieta Frontero
Hoja de ruta en la distopía
Por Ignacio De Vedia
Tenedor libre
Por Carla Chinski


