Política

Escapando de la cueva extractivista

Las Redes Sociales nos dieron nuestra propia parcela para consumir y revender nuestros pedazos inmateriales. ¿Es posible recapturar la máquina para activar una vez más la promesa emancipadora de Internet?

Por Elías Fernández Casella
07 de noviembre de 2024

Es la hora pico de un jueves y el andén de la estación Malabia, en la línea B de subtes de Buenos Aires, contiene a una multitud apelmazada en un calor entre ácido y húmedo, que revisa sus celulares y esperan el temblor que anticipa la llegada de la formación.

En este ambiente de vaho y espera, se mastica un rumrún: el de Daniel Colombo, “Master Coach Ejecutivo experto en CEOs, alta gerencia y equipos”, quien desde los televisores del andén nos propone “elevar nuestra vida al siguiente nivel”, a través de un entrenamiento duro y permanentemente en “técnicas de autodominio mental”. A él le funcionaron, a él que tuvo una infancia difícil, de la que pudo salir adelante con el poder del pensamiento positivo.

Un muchacho se acerca a la tele, estira el brazo, le baja el volumen hasta silenciarla del todo. Algo se relaja en la plataforma, como cuando se apaga la heladera.

Pero en la red de celulares que silenciosamente replican imágenes a lo largo del andén, surgen Colombos de a montones, con sus respectivos Anticolombos. Y también influencers que no solo venden (o “proponen”) estrategias de vida, sino también modelos de organización social, prioridades y hasta enemigos.

Un planeta de fronteras personalizadas

Conocemos a los grandes dueños de la Internet de Redes Sociales: Google, Meta, X, Tik-Tok. Si sumamos a Amazon, Ebay, Netflix y otros del tamaño nada despreciable de Mercadolibre, nos encontramos con un territorio virtual construído sobre la Internet que no se ve: esa que hay que salir a buscar porque los motores de búsqueda (casi todos basados en Chromium) no los levantan.

Esta acumulación originaria barrió del mainstream las primeras fundaciones del espacio virtual y erigió sobre ellos una suerte de plantas monetizadoras de nuestras interacciones. Un lugar conquistado para sondear los ánimos que, cuando no produce contenido en forma dirigida, como Netflix, al menos lo malea con un algoritmo que prioriza ciertas formas dejando en la sombra a otras, como youtube.

Pero además, esa Internet que compra atención y revende datos, que tiende a simplificar y a ser tajante en discusiones más bien cerradas, tiende a transformar todo registro en entretenimiento y volverse un archipiélago personal donde cada uno crea su propio entorno de percepciones en base a más o menos lo que consume.

En un artículo tirando a pesimista, el escritor “Bifo” Berardi, dijo el año pasado en su blog de Médium que “Somos cada vez más indiferentes a distinguir entre lo verdadero y lo falso o lo bueno o lo malo. Lo que necesitamos es entretenernos, por lo que a la hora de consumir información elegimos el estímulo que nos provea un mayor grado de excitación, o estimulación dopaminérgica”. En definitiva, el planeta es más interesante con un Trump en el poder, y la misma maquinaria que compite por la atención de los usuarios acaba impactando en una cotidianeidad de continuas estimulaciones sin silencios.

En la misma línea andaba la fallecida Mariana Moyano, que en 2019 publicó “Trolls S.A., la industria del odio en internet”, donde planteaba algo que hoy nos resulta obvio: el algoritmo, al priorizar el contenido que genera más interacción, termina fomentando ¿indirectamente? la actividad de los trolls, ya que las provocaciones suelen generar mucho debate o controversia.

Es a veces desafiante, entonces, elegir qué escuchar. Y la Internet de Redes Sociales, si hay algo que tiene, es una propuesta para cada uno de nosotros. Los últimos años fueron en la Internet un proceso de adopción consumista: La consolidación de plataformas premium, contenido patrocinado y artículos escritos con las reglas del SEO para que los motores de búsqueda los levanten, el mismo contenido que hoy alimenta a muchos modelos de lenguaje en la revolución de las IA.

Pero tranquilos, que en esta casa creemos en Raymond Williams.

La gran inmigración y el metaverso que no fue

En el año 2018, Mark Suckerberg empezó a desarrollar su proyecto de Metaverso, un dispositivo para integrar nuestra acción de Internet a la vida cotidiana. Sería un lugar para trabajar, casarse, e incluso morir. Como Second Life pero sin la parte en que podés ser un otra persona, quizá ni siquiera un vampiro. Qué joda.

En 2021 decidió ir con un all in junto al proyecto y cambiar el nombre de Facebook a META. Como dijo Josué Yrion: No es coencidencia. Tras 2020, el año en que la Tierra se detuvo, la cuarentena había puesto a prueba casi todo sistema de organización económica y social, mientras un largo elenco de kioskeros de la filosofía se apuraba a tirarse de cabeza a las conclusiones sobre cómo sería el día después.

La pandemia fue el momento perfecto para apurar la migración digital con la que soñaban tantas empresas y usuarios (y que temían otros tantos). En Argentina, particularmente, el acceso a Internet desde 2019 hasta 2024 creció en un 15% y el uso de redes sociales, un 19% (crecimiento que en el resto de Latinoamérica fue menos resonante y dejó muy en evidencia las desigualdades de la región).

Esa Internet de plataformas, suscripciones y redes sociales los estaba esperando con los brazos abiertos para darle a cada settler su propia parcela. Pero no una como las que prometía el metaverso, con sus oficinas virtuales y sus Lamborghinis, sino una quintita de producción y reproducción cultural, en la que gastar, consumir y producir más a lo Farmville que a lo Quákero.

El entusiasmo de Mark Suckerberg apuntaba a la fantasía cyberpunk más tradicional, donde habitaríamos un ciberespacio casi tangible con Inteligencias Artificiales que se transforman en dioses a los que rezarles cual Loas Umbanda para que manipulen esa otra mitad de nuestra realidad. En “Monalisa Override”, el tercer volumen de la trilogía del Sprawl que inauguró el concepto de “Cyberespacio”, aparece el personaje de Angie Mitchell, una estrella de “SimStim”, una especie de televisión sensorial que te permite vivir la glamorosa vida de otra persona mientras experimentás lo mismo que ella como quien sigue la vida de una influencer retrofuturista.

Bueno, eso no se dio. El metaverso es todavía una fantasía y las herramientas virtuales son eso: herramientas.

Pero transhumanos somos hace rato, y mal que mal el metaverso ya está entre nosotros. No a partir de una fusión cuerpo-máquina (amén de que el celular podría ser tomado como un apéndice de nuestras funciones cognitivas), sino de una negociación entre la máquina y la cultura, de la que obviamente no somos actores pasivos.

Para consolidar una integración con lo virtual, además, haría falta una moneda digital estable, y esa promesa en la que el enclave digital crea una reserva de valor descentralizada tampoco está aún consolidada.

No mucha gente acompañó a Suckerberg en el hype del Metaverso, pero en 2021 bitcoin tuvo una bullrun (racha alcista) que llevó su valor de 32.000 a 68.700 dólares entre enero y noviembre, lo que avivó el entusiasmo por las posesiones intangibles. Fue el mismo año en que tuvieron su pico los NFT (Non Fungible Tokens), que prometían volvernos propietarios de objetos virtuales que iban desde armas en videojuegos, hasta de valiosísimas obras de arte hechas con inteligencia artificial (que al año siguiente ya eran valiosísimasn’t).

La blockchain, por el hecho de ser una cadena de nodos informativos vinculados entre sí entre los participantes de una red, tiene el potencial casi obvio de funcionar como un registro de la propiedad que deje su marca en el metaverso (debate aparte es si esto es bueno o malo para el software libre y la promesa emancipadora de Internet). Pero sin una referencia clara de valor, el metaverso no podría transformarse en una segunda realidad.

Para el año siguiente, este mercado se había transformado en lo que suele ocurrir durante las rachas bajistas del mundo cripto (que ya están casi cronometradas en ciclos de 4 años): Un juego de la Oca con una papa caliente, o montaña rusa (casi escribo “ruleta”) a la que subirse cuando el precio es bajo y bajarse antes de que vuele todo a la mierda.

Algo quedó en la arena cuando la marea se retiró: la lógica comercial pulió sus herramientas y desarrolló sus victorias. El momento neoconservador viene acompañado por el imperativo de tener que pagar por todo y, en cierto sentido, no poseer nada. Ni siquiera la tinta que compraste para la impresora. Pero gracias a que tenemos que pagar por todo, podemos también vender cada cosa que hagamos y cada rasgo de nuestra personalidad, así como meternos a invertir en la bolsa desde los 13 años.

La humanidad revolotea en derredor de la consciencia hiperproductiva como una estirpe de Ícaros desconectada de cualquier ambición superadora clara. En Argentina, particularmente, tuvimos el año pasado nuestra coronación de gloria con respecto al síndrome de burnout, clara consecuencia de la crisis económica y la precariedad de la vida diaria.

Mientras tanto, el día a día se llena de prótesis: Aplicaciones de productividad, muchas de ellas repletas de frases zen, o citas del inversor Warren Buffet y Séneca: un mashup de la cultura de wall street con el ascetismo budista mal entendido al que le echaron un licuado recalentado de estoicismo. Algunas de estas aplicaciones incluso se usan para superar adicciones ligadas al uso de las redes sociales, como el porno (Fortify), las apuestas (Gamban) o la propia virtualidad (Minimalist Phone). Dato: Casi todas estas aplicaciones requieren tener una suscripción premium, al menos tras la primera semana de uso.

Florecen los métodos de autoterapia. El coaching, los cursos de seducción. Los cursos de emprendedurismo. Los cursos de seducción para emprendedores y millonarios que “son exitosos pero no saben relacionarse con las mujeres” (SIC).

El mensaje es claro: superate, así podés funcionar en este esquema de aspiraciones. Y yo te voy a ayudar a hacerlo si pagás mi app que te va a transformar en alguien que puede superar. ¿Superar qué? Lejos está del planteo foucaultiano en que “cuidar de uno mismo” implica constituirse como sujeto de la propia vida a través de prácticas y técnicas que van más allá de la simple obediencia a las normas sociales o morales: hay que superarse para poder vender cada parte de nuestra vida. En patreon o en onlyfans.

Es como si adentrarse demasiado en lo virtual perdiendo de vista el mundo real terminase por lisiar los apéndices humanos, provocando a nivel cognitivo esa mixtura entre persona y máquina que define el transhumanismo, y que es el cuco de la fantasía cyberpunk, como en el animé “Edgrunners”, cuando su protagonista cae en un espiral de modificaciones corporales que lo vuelven sobrehumano en términos físicos y canibalizan su humanidad, emociones e inteligencia.

La fantasía de Philip Dick, esa que profetizaba la construcción de una máquina maternal que nos acunaría mientras robots de corazón atómico araban los campos con bueyes mecánicos al tiempo que nos dedicamos a la música, la literatura y el sexo sin tapujos, por ahora no ocurrió, y estamos en algo más parecido al retrofuturismo de los 80’, que imaginaba cómo sería la ruptura de las sociedades si las políticas de un Reagan o una Tatcher se perpetuaban en el tiempo. Como los personajes de Akira, que se mueven en una ciudad de túneles cableados tan enormes que las personas pueden esconderse en ellos para agarrarse a los tiros en una ciudad-tecnología donde vivir.

¿Será que la promesa emancipadora de Internet está muerta y enterrada, con unos pocos gauchos cimarrones pirateando cosas por aquí y por allá en plataformas no conquistadas por el mercado?

¿O será que precisamente la valorización financiera, con sus ciclos de subidas y bajadas y su retórica mesiánica para convocar inversores y huír antes de la caída grita en el corazón de las Redes Sociales porque es, precisamente, un territorio extractivista?

Subir el volumen

Esto no es un manifiesto neoludista. Al contrario: necesitamos que la máquina sea más que un laberinto de pasillos evanescentes. ¿Cómo se sale de la jaula de hierro del algoritmo? ¿Transitando Internet sin estar logueado? ¿Tratando de entender mejor las películas para no idolatrar a Patrick Bateman o Jordan Belbord, hablando con otro ser humano para salir del sesgo de confirmación?

Cuando el muchacho que dejó sin voz a Colombo sale del subterráneo por la boca de la estación Boedo, se encuentra con un cartel de la asociación “inquilinos agrupados” que dice “quiero alquilar pero también quiero vivir”. La realidad se impone en el mundo palpable, ese espacio que los videos de influencers arañan pero no moldean, porque están hechos de carne, agua y piedra.

La lucha por salir de la caverna podría ser aspiracional: ¿Es tan importante convertirse en Warren Buffet? Claramente no. Pero desde las pantallas donde muchos van a plantear preguntas, una parte importante de la población devuelve respuestas que proponen el mismo modelo de vida y de soluciones para experimentarlo sin morir en el intento.

Por supuesto que deseamos esta tecnología: Estamos frente al doble filo de la técnica y la ciencia, cuyos cambios siempre dan miedo y cuyos eventuales retrocesos en materia de dignidad humana en general se tratan de combatir con la acción sindical (ponele). Pero el futuro no entusiasma a tantos, con sus promesas de colapso ambiental y la imposibilidad de mantener un pibe cuando te cuesta todo 20 lucas.

Por ahora, habrá que tener cuidado al pasar junto a Caribdis. Bucear en la herramienta lo justo para salir a tiempo de ese océano poblado de tirapostas, incels y soledades que se vuelven más violentas a medida que levantan temperatura en un tonel hervido.

La máquina todavía no nos acuna en sus brazos. Y eso es bueno. Porque no es el demonio en la tierra ni es cuestión de salir de ella, sino de integrarla, como la sombra Jungiana del cyberespacio.