Artificios
Entre Orillas
Por Ro Boari
10 de diciembre de 2024
El agua traza la frontera entre Argentina y Uruguay, reúne dos ciudades hermanas: Gualeguaychú y Fray Bentos. Son las diez de la mañana. Las nubes dispersas en lo alto suavizan los rayos de sol que pegan directo en el parabrisas del auto desde el oriente. En la playlist suena: “el Uruguay no es un río, es un cielo azul que viaja”. Es la voz de Aníbal Sampayo, poeta y cantor que durante un tiempo creí que era argentino, pero resultó ser oriundo del país vecino. Y esas palabras, descubro, aluden a las aves que van y vienen de las costas de un país a otro. Esos cruces y esos cantos que, de alguna u otra manera, borran la frontera.
El hálito del río se introduce por la ventanilla. La subida al punto más alto del puente, medida de unos cuarenta y cinco metros, me atrapa completamente y provoca en mí una sensación de ensueño con aroma a protector solar. Entregada al aire de río, el paisaje cambia y ofrece imágenes distintas día a día. Observo lo que descubre la bajante. Lo que aparece entre el extenso humedal argentino y la costa acantilada enfrente. Los bancos de limo se convierten en islas de arena. Figuras y troncos quedan expuestos en la orilla. Y en el medio veo la “Isla Laguna”, un monte verde como una laguna de tierra, un pedazo que hace que el curso de agua se bifurque y luego se vuelva a unir.
La gente de Gualeguaychú veranea, pasea, trabaja incluso del otro lado del río. Y desde Fray Bentos pasa en sentido inverso. Ocurren intercambios. Según cómo esté el valor del dólar, la balanza de compras se inclina al lado que más les favorece. Obviamente, por ser hermanas han transitado conflictos como el de la instalación de Botnia. Y también existen algunas rivalidades: cargadas con los cuadros de fútbol, con sus carnavales, con sus playas. Más que rivalidades son bromas de quién tiene lo mejor. Ese insistir en lo que las separa que, a fin de cuentas, revela su cercanía.
El viaje me hace pensar en esos bordes, en qué otros puentes nos unen y nos separan, nos bifurcan y hacen que nos volvamos a unir del otro lado. El color del agua no distingue orillas. Cambia de tonalidades marrones a rojizas por la mezcla con las tierras coloradas del norte litoraleño, ese secreto que compartimos. Con cada crecida, se deslizan islas de camalotes aguapey en dirección al mar con sus raíces entrelazadas dejando el barro atrás. Y no distinguen límites ni fronteras. Avanzan sin pasar por controles sanitarios o pagar impuestos. A tal punto que llegan a aguas europeas como especie exótica.
Y este “tráfico” me trae otro, que es el de los lirios amarillos en Argentina. La flor originaria de Eurasia adopta el mismo comportamiento en los humedales y pone en riesgo nuestros ecosistemas. Tan bella como amenazante para la biodiversidad
nativa, en algún momento me impulsó a escribir un poema que comienza así: «El fuerte verdor de los lirios / como un glaciar voraz conquista / la tierra de las totoras. El viento silba / aúlla entre sus hojas erguidas / de solemne porte y vestir / extranjero. Admiro su belleza…».
Al hablar de especies invasivas, me doy cuenta de que le estoy imponiendo un rasgo humano al mundo vegetal. Trazo un aparente límite, negándole (a eso que insiste en mezclarse) el poder de transformar, de instalarse en un nuevo lugar, de abrir nuevas posibilidades, interacciones y socializaciones. Me asombra cómo lo exotico prospera y se vuelve nativo. Y sumergiéndome más profundo, pienso en todos los ríos que se mezclan en nuestra propia naturaleza, proveniente de antepasados de otros territorios. Las fronteras están en tránsito, en movimiento, el
viento las lleva a otra parte.
Es lo mismo que siento al escuchar las canciones en el camino, muchas veces sin reconocer de cuál de las orillas proviene y que cruzan, como pájaros, en otros territorios. Las voces de Aníbal Sampayo, Ramón Ayala, Alfredo Zitarrosa, Linares Cardozo y Mercedes Sosa, por nombrar algunos, viajan por el mundo llevando un pedacito de río. Todas emergen de un territorio afín y me es imposible escucharlas aisladas. Músicos que auscultaron con su oído esta tierra, que les murmura la historia de su pueblo contando, cantando, en la piel de pájaros, plantas y animales. Ritmos y sonidos de estas entrañas con quienes cohabitamos. Esa “congregación de soledades” de la que habla Atahualpa, esa que nos diferencia y nos hace iguales. Aparentemente separados por un río, por un puente, según de qué lado durmamos, escuchamos una misma melodía que es, a la vez, diferente…
Desciendo por el puente, el paisaje se vuelve otro. Después de ver río y cielo, cielo y río, el ritmo cambia, se redobla. Un ruido incesante de motores, ruedas y frenos. Aparecen las cabinas del peaje de acceso, la oficina de la CARU, el Free Shop y todas las edificaciones de los organismos que articulan el control turístico, comercial, administrativo y fitosanitario. Los espacios donde convergen, interactúan y cooperan trabajadores de ambos países. Camiones pasan, avanzan, retroceden estacionando sus cargas. Día a día, confluyen choferes de todos los países vecinos en un despliegue de tonadas y lunfardos. Agitación que se mezcla en alguna fritura a la vera del camión, rondas de mates o siestas desplegadas en una hamaca paraguaya. Un tiempo suspendido entre ocio y trabajo, entre llegadas y salidas.
Mirar con asombro este puente naturalizado en el ir y venir hacia el trabajo, abre un mapa de fronteras que se dan en mi, que fluyen en mi cuerpo – territorio. Cruzo, entre estas dos orillas, el puente. Una línea que no solo se adapta a un río, sino a una cultura, una sociedad, una economía, a otra manera de hablar arraigadas en nuestro ecosistema. Un territorio que nos hace dar cuenta de cómo convivimos. Un territorio como un hogar compartido en la tensión constante entre lo que damos y recibimos, lo que necesitamos y compartimos, lo que nos aleja y nos une. Un mapa, un sistema de raíces todas unidas. Un mismo paisaje en que las aves sobrevuelan en un cielo amalgamado con los colores de nuestras banderas.
Al bajar del auto, retomo la responsabilidad de mi trabajo. Vuelvo a ser una autoridad de control de inocuidad en el puesto fronterizo. Uno de los choferes se acerca con tranco manso, abrazado al termo, mate en mano, esbozando una sonrisa liviana, y escolta mis pasos en el trayecto a la oficina.
–¡Hola muchacha, buenazo que llegó!
–¿Qué espectáculo de día, no?
–Impecable vo ́, la estaba esperando.
–Decime noma’, qué puedo hacer…
–No es que la quiera apurar, pero tengo la carga por allá pa’ revisar.
–¿Con qué anda?
– Balanceado traigo
–Ta demá ́, reviso los papeles y voy a verla
–De una, voy despiolando la lona ¡Vamo’ arriba!
Nuestra charla se extravía en la escalera. En cuestiones limítrofes soy una extranjera en relación a él. Acabo de cruzar el puente. Y, sin embargo, en la conversación nos teñimos, confundimos el aquí y el allá, el arribo o la partida, si tenemos puestos championes o zapatillas, si comemos un sánguche o un refuerzo, si vamos a la rambla o a la costanera.
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