Urbe
CRÓNICA DE CINCO PUNTOS
Por Tiago Fernández
10 de abril de 2025

El sábado me robaron, me golpearon –en ese orden– y me cosieron cinco puntos en una herida sobre la parte superior derecha de mi cabeza. No sería mentir si en un expediente ficticio, creado como imagen literaria en nuestra mente en este momento¹, caracterizamos este robo como violento. Es verdad, fue violencia pura. Casi sin mediar tiempo alguno entre una cosa y otra se me amenazó de muerte: “quedate quieto porque te mato” (bastante cliché la frase), mientras un objeto alargado que no pude identificar se balanceaba para golpear mi cabeza.
Fue violento, pero también fue fugaz. Velocidad; no pude reaccionar (ni tengo claro que quisiese hacerlo) pero para cuando me di cuenta tenía la remera ensangrentada y cuatro tipos² corrían dándome la espalda llevándose mi mochila con el celular, llaves y un par de libros. Fue todo en cuestión de segundos. Pasan cosas extrañas ante hechos como este, el tiempo se comporta raro, pasa todo más rápido. Buena parte de las horas que se siguieron al golpe se sintieron como minutos para mí, y para cuando quise darme cuenta el día se había terminado.
Pero ¿dónde estaba? Quizás convenga dar un poco de contexto e ir hacia atrás a las horas anteriores al robo. Yo vivo en Villa Lugano (barrio del sur de la Ciudad de Buenos Aires) en uno de los márgenes geográficos del barrio donde se tocan a la vez los límites de Lugano con Villa Soldati y Parque Avellaneda. Estoy en un complejo de edificios –la zona tiene unos cuantos complejos habitacionales de varios monoblocks que por lo general ocupan algo más de 2 o 3 manzanas– que como otros fue construido para desplazar las villas miseria que surgieron de la construcción de la autopista Tte. Gral. Luis Dellepiane, creo que en los ‘50s o ‘60s. Todo esto lo podemos ir agregando al expediente.
Detrás de mi casa se encuentra una gran zona de parques que bien puede rivalizar con otras para ser llamado el “pulmón de la capital”, el nuestro más pobre pero seguro que mucho más lindo. En uno de ellos me encontraba yo cuando me robaron, el parque Paseo Malvinas, donde por cada uno de los combatientes fallecidos durante la guerra hay una placa y un árbol plantado.
Para nada es mi intención estigmatizar el barrio. ¿Es peligroso donde vivo? Bueno, lo que puedo decir es que es el sur de la ciudad y que, como muchas otras partes de esta zona, el barrio es marginal en varios sentidos³. Por un lado, en un sentido geográfico, lo es en tanto que se encuentra ubicado en uno de los márgenes del sur de la ciudad. Pero por otro lado, en un sentido más social, es un barrio donde se puede palpar la marginalidad. Tomemos el ejemplo de las villas miseria⁴, que en principio podríamos decir son la mancha que salpica el paisaje del distrito más rico del país con las marcas más visibles de la desigualdad. Ese es un aspecto que –y que la palabra “mancha” no anime a confusiones– me parece bastante constitutivo y fundamental de la identidad porteña –y su realidad–, pero que en una ciudad tan romantizada no se suele ponderar. ¿No fue siempre el bajo mundo y la marginalidad una nota que se utilizó para caracterizar esa identidad porteña? De las Aguafuertes Porteñas de Arlt al Sur borgeano, pasando por el tango y el conventillo, este último –aunque ahora repintado para el turismo– no deja de ser marginalidad pasada del paisaje porteño. ¿No llevan suficiente tiempo con nosotros las villas como para ser parte de esta marginalidad identificatoria, o es que todavía son demasiado recientes, peligrosas y oscuras para ser consideradas como “pintorescas”? Me pregunto si algo de esto sea lo que motive a que el imaginario de algunos vecinos de otros barrios ubique a lugares como Lugano y Soldati más en el horizonte del conurbano antes que el de la ciudad. Quizás divagué demasiado, lo admito⁵.
Pero podríamos entonces decir que el mío es un barrio de clases bajas, a lo sumo medias-bajas. Acá, depende dónde uno se pare puede caminar la pobreza, verla en las esquinas reflejada en construcciones precarias, desorganizadas, ensimismadas unas con otras y entrecruzadas de maneras varias; en una romantización estúpida podríamos decir que es casi atractivo ese laberinto urbano. Pero ¿es seguro? Bueno, como todo depende, si algo me enseñó esta experiencia es que uno no puede ponerse el moño, no te regales. Hasta el más estúpido de los seres humanos viene por default con un sensor de peligro, sabemos cuando estamos en un lugar en el que no tenemos que estar, y sabemos cuando estamos haciendo algo estúpido. Esta vez a mí me falló un poco el sensor, puede pasar. Solo por resaltar una ironía de la vida, en este barrio en el que algunos mapas demarcan “zonas peligrosas” se encuentran dos academias distintas y bastante grandes de fuerzas policiales (la de la federal y la de la policía de CABA).
Volviendo a mi caso. ¿Por qué estaba en el parque? Quizás por azar, qué cosa no es por puro azar. Salvo que uno crea en la predestinación y/o en el designio divino, ¿cómo justificar que haya decidido, en un gesto de tonta búsqueda contemplativa y de una tranquilidad innecesaria, buscar un espacio ascético y silencioso para leer? Suelo hacerlo, sí, me voy al parque y leo o estudio tirado sobre el pasto, no es muy cómodo la verdad, pero es silencioso por lo general y corre un viento lindo. Pero podía haber estado haciendo otra cosa –era sábado–, podría haberme ido a ver a algún amigo –tenía un plan que la amenaza de la lluvia había cancelado–, podía haber decidido salir para alguna zona más paqueta de la ciudad a recorrer alguna librería o museo (la mayoría suele estar por ahí), planes que me hacen quedar algo pedante pero habituales de mis fines de semana últimamente⁶.
Creo que eran alrededor de las tres de la tarde, sigamos anotando en el expediente. Ya había almorzado, por la mañana había estudiado un rato leyendo en la computadora y me urgía sentir un poco el aire en la cara. Viendo que el clima nublado había frustrado mis primeros planes me dije que al menos podría ir a leer al parque hasta que la lluvia me echara. Es curioso, porque la lluvia llegó y me encontró tirado sobre una lona. Fue como si me dijera “ya está, flaco, andate”. Pero la lluvia era muy tenue aún, caía pero no mojaba, y cometí la insensatez de pensar que podía hacerme el boludo. Solo esperé que parara y me quedé por ahí.
Me fui corriendo de lugar en lugar, no por la lluvia, sino porque parecía que cada vez que me instalaba en un espacio me sentaba sobre un hormiguero, por lo que cada diez minutos me encontraba arrancándome hormigas rojas de la piel. Es hasta absurdo, parecía que la naturaleza me estaba advirtiendo de que no tenía ningún sentido que insistiera en quedarme ahí. Así llegué arrastrando mi manta por el parque hasta que estuve en la parte más apartada, al fondo, pasando una reja que por un largo trecho está tirada y que sirve para dividir del parque una sección final. Ahí no hay tumbas simbólicas a héroes caídos ni nada más que un camino largo acompañado de palmeras que por alguna razón no llega a ningún lado, quizás es la rémora de una parte del parque que se planificó pero nunca se terminó de construir.
Por ahí sería importante para sumar información al expediente hacer un repaso completo de lo que llevaba conmigo (y en su mayoría me robaron). Estaba vestido ligero: pantalón deportivo corto, una remera muy barata gris que había comprado en Avellaneda y ojotas negras. No era una vestimenta para lluvia, pero la verdad es que pese al clima turbio, el verano porteño no admite excepciones en lo que a calor sofocante se refiere; por cierto, estamos en pleno enero. Además de mi manta, que no servía mucho para protegerme de las hormigas, llevaba una mochila. La policía más tarde me preguntó la marca de esta, así como también el modelo del celular que me robaron. Yo no pude decirles ninguno de estos dos datos, ellos creyeron que por el golpe podía estar afectado pero la verdad es que nunca presto atención a ese tipo de cosas y realmente no lo recordaba. La mochila, que era azul y eso sí lo recordaba, llevaba una cartuchera que tenía algunos útiles para dibujar, un cuaderno negro que había comprado hace una semana con hojas lisas de dibujo, uno más chico de encuadernado artesanal⁷ donde llevaba anotaciones de la facultad, un desodorante Axe, tres libros, mi celular y las llaves.
Con respecto a los libros⁸, para mí la pérdida más importante del día junto a una parte no despreciable de mi sangre, estamos hablando de dos libros de historia y una novela (la cual no se llevaron y fue lo único que conservé). El primero de los libros era 1810. Crisis, revolución y guerra de Fabio Wasserman, un libro que pretende contar los acontecimientos y procesos clave de ese año tan importante para la historia argentina, pero que no hace solo eso sino que mucho más (y eso que iba por la mitad del libro aún). El segundo era La hidra de la revolución de Markus Rediker y Peter Linebaugh, un libro sobre la historia de la expansión del capitalismo por el Atlántico norte, lleno de problemas y muy recomendable. Este último lo estaba leyendo para un grupo de lecturas que junto a unas amigas y un amigo comenzamos en octubre. Por último, el libro que ahora se encuentra teñido con mi sangre, pero que por suerte conservo, era La habitación cerrada de Paul Auster. Es un novela que apenas empezaba a leer (se la había mangueado a mi madre), de hecho recién el narrador comenzaba a explicar cómo Sophie –esta chica linda que se encontraba sola amamantando a un niño recién nacido luego de la desaparición de Fanshawe– le entregaba un manuscrito de su ausente pareja al narrador para que la publicase con la esperanza de que le trajese ingresos extra. Asumo que muchos han sentido alguna vez el fastidio de que a uno lo saquen del transe de la ficción en el que se incurre al engancharse con un libro, de hecho me había ido al parque en busca de evitar las distracciones. Nunca hubiera visto venir que lo que me reconectaría con este plano fuese un fuerte golpe de realidad en el sentido menos metafórico del término; un buen golpe (real) con un palo o tabla de madera (haya sido uno u otro, seguro que era real) para volver a traer la mente a la realidad.
¹ He ahí el poder del lenguaje, que al enunciar hace, cuanto menos, provocando la idea de archivo en nuestra mente al leer la palabra expediente.
² Tipos; flacos; ¿pibes? No tengo claro pero creo que eran bastante jóvenes, solo a uno le pude ver la cara durante unos segundos. Me quedó grabada su nariz prominente y el tímido bigote de pubertad.
³ Siempre somos el marginal/margen de otros.
⁴ Barrios populares, barrios de emergencia, aglomeraciones urbanas donde abunda la precariedad y sobre las que cae un estigma social muy fuerte.
⁵ Además que a Roberto Arlt apenas lo he leído.
⁶ Las quejas se remiten al 480 de la calle Puan, en el barrio de Caballito.
⁷ Traído de la feria artesanal de San Bernardo.
⁸ Por cierto, si hacen regalos, regalen libros.
Hay algo poético en sostener en tus manos un libro manchado con tu propia sangre, como si lo trajera a rastras de una batalla. Por supuesto que la realidad es mucho más patética y seguro que verme caminar de prisa, pero algo atontado, por todo un parque enorme en busca de ayuda mientras me desangraba llevando una manta y un libro no debe haber pintado una imagen muy heróica visto desde el exterior. Si mi accidente (¿se puede llamar así?) hubiera ocurrido en un parque en el centro de Nueva York bien pudiese haber sido una escena de un libro de Paul Auster.
Volviendo a la reconstrucción del hecho, la cuestión es que eran alrededor de las cuatro de la tarde, había parado de lloviznar pero seguía nublado y yo había encontrado un buen punto para tirarme a leer. Eso sí, en la parte más recóndita del parque pero donde ni la lluvia, ni el calor, ni las hormigas me molestaban en lo más mínimo. Opté por hundirme en la prosa de Auster, el Palacio de la luna me había encantado, hace meses que estaba huérfano de alguna lectura que no sea sobre historia y me enganchara tanto, asumí que leer alguna otra cosa del autor podría funcionar.
Ahora bien, no debo haber pasado de la página trece cuando cuatro tipos se aparecieron a lo lejos. Iban en dos grupos, dos adelante y dos detrás, estando apenas a algunos metros de separación entre cada grupo pero no lo suficiente como para no percibir que venían juntos. Caminaban pegados a la reja que divide el parque, yendo hacia la parte en que estaba abierta como para pasar al otro lado. Levanté la mirada por casualidad, tampoco los miré tanto pero sí percibí que me estaban clavando la vista, aunque en ningún momento se detuvieron. De esa primera mirada fugaz me quedé con que todos llevaban visera⁹, según me pareció también musculosa, quizás camisetas de basket. Uno de ellos iba de blanco, otro de negro y el tercero de rojo, el cuarto sigo sin poder recordarlo.
Finalmente se fueron en dirección hacia la salida y parecía que el encuentro iba a quedar ahí, se habían quedado mirándome un buen rato mientras caminaban, pero mi leve estado de alerta se calmó y volví a mi lectura; fue un error. Me debo haber acercado a la página veinte (habrán pasado 10-15min) cuando escuché el grito de amenaza a mis espaldas. Habían vuelto, el que iba de negro me amenazó de muerte y tomó mi mochila mientras otro, no sé cual, me golpeaba de atrás con lo que creo era una tabla de madera. No se medió más palabras que esas, no llegué siquiera a poder responder algo que mi vista se quedó en blanco por unos segundos. Luego el horizonte empezó a bailar de lado a lado mientras recuperaba la capacidad de ver lo que estaba frente a mis ojos, finalmente me incorporé tomándome con la mano la cabeza. No había dolor, ni siquiera en el momento del golpe lo sentí, solo sangre, mi palma estaba completamente empapada y mi remera se empezaba a sentir cálida por la sangre que descendía hasta ella.
Al ver el rojo sangre mi atención perdió por completo su foco de las figuras que se perdían a lo lejos con mis cosas. Aún así recuerdo que corrían en dirección hacia el fondo del parque, no hacia la entrada sino en dirección contraria, asumo que su idea era escapar por la parte de atrás saltando la reja. Uno -el recuerdo es difuso– creo que llevaba el objeto con el que me golpeó en la mano mientras corría. Si mi recuerdo no me está mintiendo es el único que volteó por un segundo la cabeza para mirar su obra (yo) y me sigo preguntando qué es lo que habrá pensado.
De todas formas solo pude pensar en que necesitaba acercarme a alguien y pensé en las trabajadoras del parque que se encontraban en la entrada, porque salvo por un tipo que corría con auriculares totalmente abstraído y lejos yo estaba solo dentro del Paseo Malvinas. Mi caminata, creo, fue constante y bastante bien en cuanto a compostura dado el golpe que había recibido, tampoco era yo consciente aún de lo empapado en (mi) sangre que estaba.
Llegué con mi libro y mi manta todo ensangrentado a la entrada. En verdad me habían fallado, no estaban mis pensadas salvadoras (aunque aparecieron unos minutos después), pero por suerte algunos vendedores que montan sus kioskos sobre la calle que cruza la zona dividiendo ambos parques me dieron una mano. Llamamos a la policía, a mi madre y me dieron agua y un banquito para sentarme. Lo que más me impresionó fue ver en sus caras el reflejo de mi horrible condición. Aún no me había visto, solo lo haría unas horas después. La sangre me chorreaba por la mitad de la cara dejándola completamente roja y con un ojo entrecerrado, mi remera se había teñido casi por completo en el frente con un gran manchón borravino, todo esto mientras sostenía sobre mi cabeza un manojo de papel higiénico. Me lo había extendido un chico que estaba ahí, no sé si con este propósito pero yo lo presionaba contra la herida pensando que quizás eso contendría la sangre y me ahorraría desangrarme hasta el desmayo frente a la señora de los helados “marcianitos” y la mujer que vende churros.
Ambas fueron muy amables, el chico también. La de los churros quiso poner trapos fríos a la situación haciendo uso de un típico “lugar común” de madre: “la cabeza sangra, la cabeza sangra; no te preocupes”. Puede que la cabeza tienda a sangrar mucho y fácil con los cortes, si a eso se refería, pero yo para entonces tenía una herida que no paraba de sangrar y que según me dijeron en la ambulancia estaba “abierta como dos labios”.
Enseguida llegó la policía, yo había hablado al 911 desde el celular del chico. Este lo sostenía a algunos centímetros de mi oreja para que escuchara y se me oyera a la vez que evitábamos que lo ensuciara con mi sangre. En teoría con esa llamada también se debería haber acercado la ambulancia pero cuando llegó el patrullero la volvieron a llamar por las dudas. La realidad es que aún no sentía tanto miedo, luego sí, pero no entré en pánico en el momento, sentía que estaba rodeado de gente y que se había hecho lo que se tenía que hacer. Por eso me sentí con la confianza de lanzar un chiste. En cuanto noté que la señora de los helados retomaba, sin dejar de estar a mi lado, las campanadas para llamar clientes a su negocio de helados (“¡marcianitos, marcianitos helados!”), me atreví a decirle con ironía: “disculpá, creo que te estoy cagando los clientes”. No me faltaba razón, los chicos que pasaban me clavaban la mirada espantados. No se rió nadie, ni siquiera por compromiso.
La policía me hacía preguntas que o bien no podía responder porque no recordaba (marca y modelo de mis cosas) o que bien ya le había dicho pero insistían en repreguntar. Para que conste en el expediente: cuatro tipos –parecían jóvenes–, con ropa deportiva –musculosas– roja, negra y blanca más el de color irrememorable. La verdad que mi descripción le cabía a casi cualquier persona que pisa el parque, sobre todo los que van los fines de semana a la cancha de basketball. Eso me preocupaba, a muchos los conozco y no quería que nadie se fume un mal momento por mi culpa. Luego me di cuenta que ese sentimiento estaba mal, al menos con respecto a la culpa, no había sido mi culpa, pero igual me preocupaban ellos. Para entonces la sangre me traía tenso y solo quería que llegase la ambulancia.
Antes que los paramédicos apareció mi madre, que yo había llamado por las dudas. Temía desmayarme y quedar sin nadie que me conociera cerca. Lo primero que hice cuando la vi llegar fue levantar las manos (¿por qué habré hecho este gesto?) y repetir “no te asustes, estoy bien, se vé feo pero estoy bien”. No quería que se preocupe de más, ya bastante miedo tenía de desmayarme yo como para dar cabida a la posibilidad de que lo haga ella.
En ese momento los controles del tiempo volvieron a sacudirse y mi percepción cambió nuevamente. Lo que había sido una sucesión de momentos casi instantáneos donde los minutos se hacían segundos empezó a funcionar de manera inversa. Cada segundo esperando la ambulancia se hacía eterno, y mi madre era una caja de resonancia de mi miedo. No paraba de repetir que estábamos esperando hace una hora, lo siguió repitiendo luego cuando estuvimos en la guardia del hospital, y yo estoy seguro de que eso no era así, pero mi preocupación silenciosa retumbaba en su voz pidiendo ayuda.
Finalmente llegó la ambulancia. Un hombre se bajó de ella como si fuera en cámara lenta, parece que el habitué a la sangre y los accidentes mellaban en él y en su temple. Quizás solo le importaba poco lo que me pasaba. Me invitó con voz calmada a subir a su ambulancia para revisar mi herida, que limpió para rápidamente decirnos “hay que suturar”. Puso una gasa con agua oxigenada en mi mano para que me limpiara la cara si así lo quisiera, en un instante ya había enrojecido por la sangre que tenía en la palma. Conservé en mis manos tanto el manojo de papel que me había dado el chico como esa gaza durante horas. En ningún momento los solté, cosa que mi madre mencionó le parecía gracioso, aunque por momentos triste, como si guardara con cariño un harapo mojado que era lo único que tenía para cubrirme. En verdad pienso que estrujarlos me servía para calmar la ansiedad.
Me ingresaron a la guardia en una silla con ruedas que bajaron de la ambulancia. Otro paramédico que pasó a saludar al que me había traído a mí me pidió que trate de quedarme quieto porque la silla era mala y en cualquier momento se daba vuelta y me dejaba en el piso. Luego de la advertencia se quedaron charlando sobre el chico que el otro había traído, ingresó después de mí arrastrado por lo que parecían sus padres, “mirá, empastillado, se quiso suicidar”, mi paramédico (que desde que habíamos llegado decidió quedarse a mi lado en silencio) negó con la cabeza con desaprobación, como decepcionado.
No tardaron mucho más en dejarme solo con mi madre en los pasillos de la guardia, tan solo con la promesa de que ya habían avisado y que vendrían en algún momento a atenderme. Había pasado un buen rato y yo estaba ahí sentado en una silla inestable con la cabeza abierta y nada más que los bollos de papel y gasa en las manos para matar la ansiedad. Mi madre nerviosa preguntaba a cada persona que pasaba si ya podrían atenderme y todos nos pedían paciencia. Es una obviedad, pero hasta que no lo charlé con una amiga médica no había caído en cuenta de que la guardia no se organiza por orden de llegada sino por el nivel de urgencia de la emergencia. Tiene lógica, no es un proceso fácil de definir seguramente¹⁰, pero alguien tiene que decir finalmente que “este va antes que este, y que tal o cual pueden esperar”. Alguna vez fui a una guardia –casualmente a ese mismo hospital– por un hipo incesante de horas que una rápida googleada me había dicho que podía ser un signo de covid-19¹¹. Por supuesto no me llegaron a atender en esa ocasión, decidí irme por la vergüenza al ver el desfile de niños con fiebre que esperaban junto a mí ser atendidos. Me pregunto qué habrá pensado el médico que tuvo que siquiera sopesar la idea de otorgarme un órden de prioridad por un repentino ataque de hipo. Al menos esta vez había venido con una urgencia más digna.
Se lo comenté a mi madre para charlar y para bajar la ansiedad, parecía que yo estaba excusando a los médicos. En realidad no paraba de pensar sobre qué les podría estar pasando a los pacientes que estaban siendo tratados antes que yo, es decir, supuestamente yo tenía abierta otra boca en la cabeza con labios y todo. Para entonces mi brazo izquierdo comenzaba a hormiguear, mi nariz también. Mi diagnóstico al respecto, construído a base de irresponsable sentido común, lógico desconocimiento médico y escuchas ocasionales sobre peligros cardiovasculares en extrañas reuniones familiares¹², indicaba infarto. El miedo se presentaba súbitamente, lo venía evitando desde hace un buen rato pero hay cosas de las que uno corre en círculos.
¿Mi miedo estaba justificado? No. Solo era una mezcla de desconocimiento (general sobre medicina y particular de mi estado de salud en ese momento) y desamparo (realmente nadie nos había recibido como tal y la gente que pasaba con ropa de médico nos ignoraba o aludía no ser médico clínico, todos instruidos en especialidades varias que nunca eran golpeenlacabezología). Entre tanto aprovechaba para persignarme mientras mi madre recorría los pasillos en busca de algún médico libre, jamás lo hice frente a nadie conocido porque ni yo siento que sea algo propio de alguien que se cree un joven-progre-de izquierda, cada uno vence como puede sus propias contradicciones. Hubiera rezado un padre nuestro si siquiera supiera como va el rezo, pero no estoy ni bautizado. Uno en momentos de desesperación apela a lo que tiene a mano, y Dios siempre está a mano (su omnipresencia quizás es la clave de su éxito).
Estaba en un lugar extraño, parecía una especie de pasillo entre zonas. Cada tanto pasaba gente, la mayoría se veía sana. Pasaron algunos niños acompañados de la mano de adultos. Me miraban un poco asustados y yo me enfrentaba a la contradicción interna de sentir que debía sonreírles para hacerles entender que todo iba a estar bien, pero creyendo que perjudicaba a la vez mis oportunidades de ser atendido pronto. Finalmente pasado más de cuarenta minutos en la guardia un médico me preguntó si aún no me habían visto y ante mi negativa sacó su teléfono y llamó a alguien. Al rato llegó una cirujana que decidió que trabajaría allí mismo sobre una camilla a un costado del pasillo.
Cuando me recosté de lado para que mi doctora trabaje me pareció curioso ver que un gran mosquito (de esos que son tan grandes que probablemente no sean el mismo bicho que solemos llamar mosquito) se había parado sobre la pared casi encima de mi cabeza. Obviamente que no tiene esto nada de curioso, solo era un mosquito (u otro bicho) que se posó sobre una pared, pero para mí –y dado mi particular estado de rebosado en sangre– me miraba como un muerto de hambre que no había sabido cómo reaccionar ante tanta abundancia.
Al menos es lo que mi cabeza pensó en el momento, y me pareció irónico o irrisorio, tanto que lo comenté. No recuerdo qué dijo mi madre, sí recuerdo que la cirujana hizo un comentario que denotaba incomodidad y/o preocupación. Supongo que si pensó que estaba desvariando tenía razones para pensarlo. Cuando llegó y me preguntó que me había pasado mi respuesta fue “me robaron y me dieron un palazo” (insisto en que ese fue el orden en que sucedieron los hechos). Quizás la palabra “palazo” fue una exageración de mi parte. ¿Debí decir “un golpe con un palo”? Tampoco estaba seguro de si había sido un palo o una tabla. ¿“Un golpe con una madera”? ¿“Un golpe con un objeto misterioso”? Me pareció que “palazo” era más corto y eficaz. Por otro lado es verdad que el “pala-” anterior a ese “-azo” pudo haber producido ciertas confusiones. Es decir, creo que algunas personas en el hospital creyeron que recibí un golpe con una pala de albañilería o algo por el estilo. Al menos esa sensación me dio la risa con la que reaccionó la radióloga cuando volví a emplear el “palazo” para comentarle lo que me había pasado; no la juzgo, a mí también el internet me arruinó el humor y me reí¹³. Hay que admitir que el hecho sería extremadamente más gracioso si hubiera sido perpetrado con una pala, nos permitiría infinidad de chistes malos y sonsos sobre que esos pibes al menos “agarran” la pala. Desafortunadamente nuestro expediente se pierde de ese giro cómico. La realidad suele arruinar las buenas historias.
La operación no duró mucho. Primero, según me dijeron, dedicó unos momentos a quitar cabellos de dentro de la herida con un bisturí¹⁴ (tengo el pelo largo y en ese momento como casi siempre atado bastante tirante), se sentía extraño pero no dolió. Luego me advirtió de los pinchazos, venía la anestesia local. Sin que yo me diese cuenta se acercó otro médico a asistir en la operación. Al parecer era el traumatólogo que había hecho uso antes de esa especialización para pedirnos paciencia. El hombre había tenido una conversación tensa con mi madre que luego se repitió antes de irnos.
Por fuera de los pinchazos (que fueron al menos tres) de la anestesia nada dolió demasiado. El golpe en su momento tampoco dolió, solo me produjo una sensación extraña de confusión y adrenalina. Luego la cirujana comenzó a darle vueltas a mi cabeza con unas vendas que me construyeron un curioso turbante. Mi alta de la guardia solo demoró unos momentos más en los que la cirujana y el traumatólogo se ocuparon de chequear mi radiografía. A la salida del hospital nadie me podía sacar los ojos de encima. Quizás el hecho que caminara y me manejara sin problema alguno hacía más insólito mi aspecto, pero se veía mucho peor de lo que era.
¿Cómo quedaría nuestro expediente entonces? Bueno supongo que en resumen diría algo así: el día sábado a las 16hs en pleno parque Paseo Malvinas, ubicado en el barrio de Villa Soldati (porque pese a que yo vivo en Lugano me encuentro justo en el límite entre ambos barrios), un masculino de 25 años (yo) que se encontraba leyendo un libro (totalmente regalado en un parque deshabitado) fue robado y golpeado por cuatro individuos de edad difusa vestidos con ropa deportiva (de color roja, blanca y negra más una prenda de color invisible al recuerdo). Los mismos se encontraban armados con un objeto misterioso (capaz de abrirle a alguien una boca extra en el cuero cabelludo) y sustrajeron una mochila que poseía un celular (del que no se recuerda el modelo) y algunos libros. El damnificado tuvo que ser trasladado (con miedo innecesario pero justificado, según yo) en ambulancia para suturar su herida en la guardia (o en un pasillo de la misma). Luego de ser cosido y revisado mediante una radiografía se le realizó un vendaje (o un curioso turbante de vendas) en la cabeza con el que fue enviado hacia su casa sin mayor peligro. Al día de la fecha sigue sin acercarse a la comisaría para realizar la denuncia pertinente (porque es un flojo y olvidadizo).
No sé si sería tan detallado pero para mí se lee bien.
Supongo que por último me quedaría contar como fue la vuelta. En el viaje a casa el tiempo volvió a acelerarse, y esto no paró hasta que se terminó el día. Tampoco quedaban muchas horas, estábamos ya promediando las siete de la tarde cuando buscaba junto con mi madre un remís para regresar. Esto no es simplemente una licencia narrativa que me tomo (bueno, también lo es), pero realmente las horas comenzaron a fluir tan rápido que me encontré arrastrado hacia el final de la orilla (que vendría a ser el día). No es por florear demasiado mi texto, en verdad se sintió así, o al menos creo que es la mejor forma de describirlo. Fue como si flotara y el tiempo me arrastrara. Pero ¿qué se supone que haga luego de una experiencia así, sentarme a estudiar como si nada demasiado interesante hubiera pasado durante el día? Creo que había quedado como pausado, pero solo yo, porque a mi alrededor el día se terminaba de escurrir con apuro.
No sentía miedo, era más como si estuviera atónito. No creo haber quedado traumatizado, aunque ahora a veces doy vuelta la cabeza alguna que otra vez cuando me encuentro solo en la calle. Pero no tengo miedo de caminar, ni mucho menos de mi barrio. Solo estaba en una especie de quietud necesaria para pensar qué me había pasado.
En fin, de esa quietud es que nació este texto, que al día siguiente me volqué a escribir con vehemencia (sí, pretencioso pero no se me ocurre un adjetivo mejor). Supongo que es una búsqueda, un intento de dar sentido a algo que solo pasó, así sin más. Necesitaba darle sentido, lo cual es contradictorio. ¿Por qué pensar que las cosas necesitan de tener sentido si apenas unas páginas más arriba yo mismo me referí a lo azaroso de nuestras acciones? Es interesante explorar las contradicciones, al menos a mí se me hace atractivo. Alguna vez una profesora en la facultad me dijo que pensar en contradicción era la mejor manera de pensar. Me embelesó su forma de razonar, y sobre todo la forma en que daba sus clases. No obstante ese final lo pasé con la mínima, así que es posible que no haya entendido mucho de lo que quiso enseñarme. Este al menos fue mi mejor intento.
PD: mi madre me recuerda que el libro de Paul Auster lo compramos usado en una librería de Flores, y que cuando llegamos a casa le encontramos a la mitad un trébol de cuatro hojas que el dueño anterior usaba de separador. Ella quitó el trébol por miedo a que se perdiera, prefirió guardarlo en un cajón. Ahora no nos ponemos de acuerdo en si la esencia de fortuna que sus hojas pudieran haber dejado en el libro me salvaron de que el golpe fuese peor o si, por el contrario, la sustracción del trébol llamó a mi mala suerte. ¿Cómo saberlo?
⁹ Visera plana, tipo de gorra de baseball.
¹⁰ El triaje ([fr.] triage).
¹¹ Que poco hablamos de la pandemia ya.
¹² ¿A nadie más le pasa que sienten un tópico recurrente de las reuniones familiares la muerte y la prevención de infartos? Juro que en mi familia no hay médicos (y quizás sea por eso), ¿pero quién no se cree un poco médico?
¹³ La radióloga inmediatamente se sintió avergonzada, cosa que la llevó a tratarme con extrema seriedad de allí en adelante.
¹⁴ Perdón por la imagen.

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