Literatura

Bolaño, o últimos días de una estrella distante

Diego tuvo la oportunidad de conocer las calles que caminó Roberto Bolaño, el mítico escritor chileno, la pensión en la que vivió, el hospital en donde murió. Este ensayo no es sobre sus libros sino sobre la otra obra de Bolaño: su vida.

Por Diego Torres
09 de julio de 2024

    Grítele a los escritores en la calle, a los peores de todos escúpalos y peléese. Roberto Bolaño ha muerto para que usted también lo haga.

    A mi Lucía A. Torres*, hermana y detective.

    Es la mañana del 30 de junio de 2003 y Roberto Bolaño está tosiendo sangre en Blanes. No era la primera vez y no iba a ser la última. Aún no lo sabe, pero en poco más de dos semanas va a morir en el Hospital Universitario Vall d’Hebron en Barcelona. En Chile, su país natal, la conductora Carolina Zúñiga dirá al aire “Ha muerto Roberto Gomez Bolaños, el actor mexicano conocido por haber creado El Chavo del 8”. Después de diez días en coma, esperando un trasplante de hígado que nunca va a llegar, se terminó la historia. Va a tener 50 años, nada más.

    Creo en los fantasmas terribles de algún extraño lugar

    Bolaño es, más de dos décadas después de su muerte, un enigma que sigue enroscando la cabeza de quienes lo leímos y nos vimos sobrecargados de la luz y de sombras y de la suciedad que cubre su obra. Al día de la fecha, además de sus libros publicados en vida tenemos cinco novelas, tres colecciones de cuentos, un poemario y una recopilación periodística editados de manera póstuma. Infinidad de entrevistas (principalmente hechas después del meteórico éxito de Los detectives salvajes en 1998), perfiles hechos por sus amigos, sobre sus amigos y sus relaciones con Bolaño mismo, y aún así, pareciera como si nunca pudiéramos alcanzarlo. Un poco suena a un truco del mismo Bolaño, diseñado para engañarnos a todos y sonreír traviesamente para consigo mismo.

    En un mundo descomunal siento mi fragilidad

    Carmen Pérez de Vega está volviendo en tren de San Sebastián. Establece una fugaz complicidad con una pasajera de nombre Celia, o Cecilia, no lo recuerda. Después de contarse sus vidas, Carmen acusa un dolor de cabeza por el que vuelve a su vagón. Celia/Cecilia le dice “Cuando se te pase, me vienes a ver”. Dos horas después, Carmen sale de su vagón y busca el de su nueva compinche. Adentro de él, Celia/Cecilia la introduce a otro pasajero que se había subido en Pamplona: Roberto Bolaño. Era agosto de 1997.

    Al pasar por Reus, Celia/Cecilia se baja porque había llegado a su destino. Desde abajo del tren, antes de irse, le pregunta a Bolaño: “¿Y Borges?”. La respuesta de Bolaño es “Borges es Dios”.

    Me da miedo la enormidad donde nadie oye mi voz

    En 1997, antes de la fama internacional, del Premio Herralde y del Rómulo Gallegos, el más prestigioso de la lengua castellana, el riñón de Bolaño ya había empezado a pedir la cuenta. La corrección de Los detectives salvajes pasaba factura en el cuerpo del chileno, y cada día estaba un poco más cansado que el anterior. En ese momento, empieza a correr una carrera contra el tiempo: siete libros en seis años, escribiendo algunas de las páginas más ilustres de la literatura universal. 

    En el medio, se pelea con todo el mundo. Acá diríamos que lo que más odia es a los caretas. En la entrevista que le hacen en 1998 en La belleza de pensar, dice:

    “El oficio de escritor es un oficio poblado de canallas, eso más o menos todo el mundo lo intuye, pero es que además está poblado de tontos, que no se dan cuenta de la fragilidad inmensa, de lo efímero que es. Es decir, yo puedo estar con 20 escritores de mi generación y todos están convencidos de que son buenísimos y de que van a perdurar. Eso es una ignorancia, aparte de un acto de soberbia enorme, es de una ignorancia bestial.”

    En la segunda entrevista que le hacen en Off the record, se pelea con la llamada “Nueva Literatura Chilena”. 

    “Antes de ayer conversando con un amigo poeta, me contó cómo había muerto Alfonso Alcalde, por ejemplo. Se ahorca en Penco. Y luego están aquí estos niños cuicos bailando la comba y diciendo ‘somos la nueva narrativa’. Y Alfonso Alcalde se ahorca solo en Penco. Pero que literatura infame. Los jóvenes que hacen la literatura en este país son unos lambiscones. Es una película de terror, oye. Espero que estos escritores sean barridos por gente que no adapte esta aptitud trepa y de cuidar la parcelita, sí?”

    Bolaño abre un camino para la existencia del escritor y, como diría él sobre la poesía de Baudelaire, no sólo abre ese camino sino que lo pavimenta. El mundo literario argentino sería mucho más saludable si los imbéciles que viven de sus talleres literarios carísimos cotizados en dólares fueran apaleados con los libros que dieron a luz. Que libros de Sklar o de Mairal sirvan por fin para algo, y puedan abollar las cabezas de los escritores que al día de hoy cuidan sus parcelas escribiendo una literatura anodina e inservible, que acaricia entre sí sus genitales y se dora la píldora, diciendo “que bien, que bueno, es importante”. No es importante, lo que es importante es llamarnos y gritarnos un poco, idealmente, o en todo caso llamar a un debate en un anfiteatro donde la gente nos pueda tirar tomatazos a todos. Absolutamente a todos. Incluso a los buenos.

    Monstruo de papel, no sé contra quién voy

    Es la mañana del 30 de junio de 2003 y Roberto Bolaño está tosiendo sangre en Blanes. No era la primera vez y no iba a ser la última. Llama a Carmen Pérez, su último amor. Le pide que lo vaya a buscar. Ese día, había terminado El gaucho insufrible. Llevan juntos el diskette que contiene el libro terminado a las oficinas de Anagrama, y Carmen lo lleva a Blanes de nuevo. Mientras ella sale de la casa, escucha una voz que le dice “Carmen, cuando llegues a casa llámame porque estoy sin saldo”. Se da vuelta y ve que es Bolaño en su balcón. Decide volver. Son las once de la noche.

    Dos y media de la mañana: Roberto despierta a Carmen para decirle que necesitaba comer. Roberto cocina un arroz. Al primer bocado, vomita sangre. Entonces es cuando decide ir al hospital. Se ducha y pone música: Lucha de gigantes, de Nacha Pop. Fue la última canción que Bolaño escucha en vida.

    A veces, uno hace cosas sin darse cuenta. Lector, lectora, les pido que escuchen la canción y lean la letra. ¿No es una canción hermosa para morir? Creo yo que sí. 

    ¿O es que acaso hay alguien más aquí?

    Hace poco tuve la oportunidad de ir a visitar Barcelona. Pude volver a ver a mi hermana a quien no veía hace años y de carambola, aproveché a recorrer las calles que Bolaño habituaba cuando dejó México para ir a vivir a España. Caminé hasta la pensión donde vivió junto a su mujer Carolina López, en Carrer dels Tallers 45, me arrodillé en la vereda, besé la pared externa del lugar, posiblemente orinada mil veces, quien sabe, y también a quien le importa. Fui al hospital donde murió, tomé cerveza en bares y cafés de la zona que sobreviven aún desde los ochentas, creo que hice cosas como estas pensando que iba a poder entenderlo mejor. 

    Estoy escribiendo esta nota, de alguna manera u otra, hace unos seis meses. Es el día de tener que entregarla y no la quiero dejar ir. Hace una semana soñé que estaba en mi cuarto y salía de mi casa corriendo a buscar a alguien para contarle algo, y cuando llegaba a la casa de ese alguien, me atendía una mujer viejísima que me decía “Diego, Roberto lleva 20 años muerto”. Esa situación se repetía varias veces, yo volvía a mi casa llorando, amargado, y apenas entraba de nuevo a mi cuarto, volvía a tener la necesidad de salir a buscar a ese alguien. Siempre me olvidaba quien era ese alguien, y siempre me angustiaba al escuchar sobre el Bolaño muerto como si no lo supiera. Me desperté con la desazón de una persona que sabe que hay cosas imposibles de conseguir, que como dijo Faulkner el pasado nunca está muerto, y que ni siquiera es el pasado. Le saqué fotos a la placa que dice “Aquí vivió Bolaño”, le saqué una foto al hospital donde murió, quise sacarle fotos a todo, y lo hice, pero no sirve de nada.

    Hoy pensaba sobre este escritor tan trascendental para tanta gente, yo incluído, y por que estamos todos tan obsesionados con no podemos dejarlo ir, de alguna manera. Es como si colectivamente fingiéramos demencia y un poco quisiéramos creer que en realidad esta fue una maniobra a lo Andy Kaufman, que en realidad Bolaño fingió su muerte y está esperando el momento justo para volver a aparecer y reírse de nosotros y decirnos “Piltrafilla, ¿de verdad te has creído eso?”.

    En la magnífica entrevista que le hacen en La belleza de pensar, post publicación de Los detectives salvajes, lo último que dice Bolaño es que apenas termina una novela y entrega la última galerada para su publicación, intenta olvidarse de todo lo que contiene para poder sobrevivir. Ahí creo que reside una clave de la relación que tenemos sus lectores para con él. Una vez publicada, una pieza artística deja de ser del autor para ser del lector. Es una transferencia inmediata, fluida, sin interrupciones. El problema es que 2666, su obra magna, vive en un in-between del que nunca saldrá. Cuando Bolaño muere, 2666 seguía siendo suya. No había pasado todavía el desapego tradicional artístico entre el autor y el lector. La literatura de Bolaño, entonces, se encuentra eternamente en el limbo de ser leída sin haber sido liberada por su autor. Es imposible leer a Bolaño sin estar leyendo junto a Bolaño, un espectro que sigue vivo, tal vez a su pesar, tal vez a su fortuna. 

    ESTRELLA DISTANTE

    Nunca vamos a superar a Roberto Bolaño. Mientras tanto, haremos lo que a él le gustaría: robaremos libros, los piratearemos, y nos pelearemos con quienes se tomen la literatura como si fuera una changuita y no, como dijo Valdano sobre el fútbol, lo más importante de lo menos importante. Yo, por mi parte, haré eso, y lo recordaré como esta última foto: un Bolaño que se despide, y dice chau, pero está eternamente ahí, suspendido en el aire. Un hombre sonriendo y diciendo “Nos vemos la próxima, piltrafilla. Te piensas que me voy a ir, así como así?”

    Foto: Lucía Antonella Torres (@chicavolcanica en Instagram) es fotógrafa y vive en Barcelona.

    Diego Torres

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