Urbe
¿Basado en qué?
Estamos en la Cuarta Revolución Industrial, una ola de transformaciones tecnológicas marcadas por el auge de internet. Toda una generación se ha socializado en espacios digitales. ¿Qué consecuencias tiene esto para las subjetividades y los afectos políticos? Este ensayo piensa las formas que ha adoptado la política de derecha en la última década a partir de tres ejes: una retórica, una serie de identidades y algunos afectos.
Por Dante Sabatto
17 de agosto de 2024
El proceso de aceleración de las transformaciones tecnológicas en el que estamos inmersos se suele denominar “Cuarta Revolución Industrial”. Sus contornos son muy difusos, como suele ocurrir cuando periodizamos procesos que todavía están teniendo lugar. Los teléfonos celulares y smartphones, el reemplazo del 3G por el 4G (y el inminente 5G), las redes sociales y plataformas, la blockchain y las criptomonedas, y, más recientemente, los desarrollos en materia de Inteligencia Artificial, marcan algunos de sus elementos centrales. Podríamos decir que incluye todo lo que se ha dado a partir de la adopción masiva de internet.
Se trata de una “Revolución” contradictoria, sobre todo en la medida en que a este sustantivo le siga el adjetivo “industrial”. Como muchxs han señalado, estas transformaciones no han tenido como consecuencia un aumento de la productividad, ni han llevado a cambios relevantes en la organización general del proceso productivo, como sí ha pasado con las revoluciones previas. El fantasma de una automatización que cambiaría irremediablemente el lugar del trabajo no se ha manifestado aún y las señales de que esto pueda ocurrir son cada vez menores.
No se puede decir lo mismo de las transformaciones en el nivel político y cultural. Más allá del debate con respecto a si se ha inaugurado una nueva forma de producción en la que la “información” ocupa el lugar de la mercancía, resulta innegable que la incidencia de los espacios digitales sobre los sujetos es inmensa. ¿Estamos siendo testigos de formas de subjetivación que presentan aspectos efectivamente inéditos?
Me refiero a “espacios digitales” con el fin de poner el foco sobre el hecho de que se trata de nuevos territorios que habitamos. El celular no es sólo algo que esté en la palma de tu mano, sino también algo dentro de lo que estás vos. Es imprescindible tomarse en serio esta noción, que rompe con la concepción de que existen pantallas de las que somos espectadores pasivos.
En este texto quiero explorar algunas ideas en torno a algunas formas subjetivas que han emergido, en la última década, en estos espacios. Comencé hablando de la cuestión económica porque la desindustrialización del capitalismo neoliberal ha afectado también las expectativas y las formas de vida en el siglo XXI, a la par de una financiarización de todos los aspectos de la existencia. Estas condiciones estructurales comienzan a demarcarse en el último cuarto del siglo pasado, con el desanclaje de los fundamentos del capitalismo fordista hegemónico. En el plano estético, la destrucción de las trazas incluso menos radicales de toda manifestación contracultural terminaron de cercar la afectividad política.
Estas coordenadas, sólo algunas de las que podríamos sumar, no implican sin embargo que estamos en un callejón sin salida. Sigue habiendo alternativas subjetivas diversas en el tardocapitalismo digital. Me toca, en estas líneas, ocuparme de una de ellas: las subjetividades de derecha. Quiero pensar ciertos elementos que definen su discursividad, sus identidades políticas y el terreno político-afectivo en el que se mueven.
1- Del troll al bait
Allá por 2017, el canal de YouTube Innuendo Studios comenzó una serie de videoensayos, a esta altura clásicos, que tituló The Alt-Right Playbook. Los videos tenían una intención tanto descriptiva como prescriptiva: analizar las estrategias de una fuerza política (la alt-right o derecha alternativa) que había formado parte del ascenso de Trump (la lectura es exclusivamente yanki), y proponer para sus opositores algunas ideas sobre cómo enfrentarlos. Uno de los puntos tiene que ver con el sitio web fetiche de esa movida: 4chan y su subforo político, /pol.
Este sitio (que tan bien observó Juan Ruocco) es un espacio de foros donde no sólo los usuarios son anónimos sino que cada posteo individual es anónimo y está desvinculado de los demás. Es decir que, a diferencia de Twitter o Facebook, o incluso el sitio de foros mainstream Reddit, no te hacés una cuenta desde la que interactuás con otros usuarios, sino que cada mensaje es una botella al mar de autoría desconocida. Innuendo Studios plantea que esto es crucial para el surgimiento de una retórica, es decir, una práctica, una estética y una ética del discurso político, que va a definir a la alt-right. Si me encuentro en un sitio donde cada publicación y comentario que realizo está desvinculado de los demás, ¿qué ocurre con la coherencia interna de mi argumentación? Se desintegra.
Esto abre el camino a nuevas formas de discutir: puedo, por ejemplo, cambiar de argumento en cada intervención, fingiendo que provienen de distintas personas. Puedo, incluso, discutir conmigo mismo con el fin de generar la impresión de que determinado tema es importante. Se trata de la lógica del troll. Las nuevas tácticas son múltiples, y todas ellas se basan en una cierta instrumentalización retórica por la que no sólo es más importante triunfar que tener razón, sino que triunfar no implica persuadir al contrincante sino incidir sobre el estado general de la conversación.
Esto no es, necesariamente, una práctica novedosa. En su libro Poesía y Policía, el historiador cultural Robert Darnton estudia una serie de canciones populares francesas de unas décadas antes de la revolución que critican con sorna a la monarquía. La investigación sobre el origen de estos poemas resulta tener origen en la misma corte: se trata de textos creados con el fin de influenciar sobre la opinión pública y, lo que es más importante, sobre lo que los funcionarios de la monarquía piensan que el público opina. Este tipo de manipulación se encuentra en el núcleo de la retórica de la nueva derecha. Pero, en el siglo XXI, esto adquiere una forma descentralizada y, lo que es más importante, se ha producido una transformación crucial del rol de los medios, (como plantea Martín Gurri en su libro La rebelión del público).
Deberíamos cuestionar, en este sentido, la capacidad de los medios masivos de comunicación para instalar agendas de forma completamente vertical sobre públicos que aparecen como masas pasivas disponibles para ser atravesadas por estos discursos. La experiencia de la alt-right demuestra que existen espacios que presentan inmensas posibilidades de organización política que, a partir de estas nuevas formas retóricas, son capaces de tener una influencia muy significativa.
Pero han pasado muchos años desde que la campaña memética de 4chan/pol llegó a los titulares de todos los daños por su rol en la campaña de Trump. La lógica que lo caracteriza, como a otros espacios de socialización digital análogos, ha sufrido transformaciones importantes. Podemos pensar estos cambios como una polarización en dos sentidos.
Por un lado, los conspiradores se han vuelto conspiranoicos. Es notorio el incremento de significantes religiosos y mesiánicos que inundan estos espacios hoy en día. El evento que se lleva los laureles es QAnon: una teoría conspirativa absolutamente psicótica, que postula que Trump va a hacer un golpe de Estado para acabar con la casta (el deep state) demócrata de comedores de bebés y adoradores de Satanás. Esta conspiranoia inspiró la insurrección del 6 de enero de 2021, y más de un legislador republicano es abiertamente seguidor de la teoría. En otro plano, esto se vincula con el surgimiento de identidades como los incel, célibes involuntarios: jóvenes que despliegan una militancia machista violenta a partir de su incapacidad, cuasi-orgullosamente asumida, de tener una pareja. Son sólo un ejemplo más de los nichos radicales que combaten contra los “normies”, los normales.
Pero si, por un lado, esta retórica se ha radicalizado para un nicho crecientemente pequeño de creyentes, por el otro se ha expandido sobre toda la sociedad. Hoy Reddit, la versión centrista e infinitamente más popular de 4chan, ya funciona con discursos similares a los que este último tenía en 2016, y lo mismo ocurre con Twitter. La lógica del troll deja lugar a la lógica del bait: la admisión explícita de que sólo se busca llamar la atención. Podés decir absolutamente cualquier cosa, de cualquier manera y en cualquier lugar, y ante cualquier respuesta negativa aducir que “era bait”, que se trataba de una carnada para que otros se ofendieran.
Pero ser troll es una identidad que sólo algunos adoptaban; baitear es una acción disponible para todos.
La versión argentina de 4chan era, sin duda, Taringa, cerrado el 24 de marzo de este año. Subsiste una forma más de nicho, Devox. Pero no importa que estos espacios mueran, porque han triunfado. Todos hablamos no para nuestros interlocutores, sino para transformar la imagen de los temas que importan y las opiniones que circulan.
2- Populistas, conservadores, libertarios y reaccionarios
El hecho de que ser troll haya sido eso, una identidad, y de que haya dejado de serlo, es muy relevante. Precisamente porque no es una identidad política, sino una identidad apolítica; o, al menos, el punto donde definirse como “apolítico” es en sí adoptar una identidad política. La alt-right, como movimiento estadounidense, aparece en los últimos años del obamismo no sólo como escisión del Partido Republicano, ni de grupos de liberales conversos, sino como emergente de una juventud que estaba haciendo su ingreso a la participación en la cosa pública.
La conversión política que sí tiene lugar es la de la inversión de la desafección política en una serie de afectos e identidades positivas. Una serie de “ismos” aparece como conjunto de alternativas de autoidentificación, pero el más importante es el trumpismo: este es el principal vector de politización, el vehículo que transita el camino desde el desinterés hasta la pasión militante. Lo hace primero como meme y después como tragedia. La campaña de Trump en 2016 empieza en los márgenes del partido de Lincoln, y quiénes empiezan a seguirlo lo hacen irónicamente; es un chiste destinado a convertirse en realidad.
Pero el trumpismo no se agota en la alt-right, es decir, en los grupos de jóvenes memes socializados en espacios radicales on-line que flamean la bandera confederada (la de los Estados del Sur que se oponían al fin de la esclavitud). Trump logra contener a todos: a los neoconservadores (apasionados por la hegemonía bélica de los Estados Unidos), a los paleoconservadores (más comprometidos con una agenda interna socio-cultural), a los libertarios (ya los conocemos en estas tierras). Y no sólo gana las elecciones sino que gana el partido: no va a tener oposición interna después de la derrota de 2020, ni de la toma del Capitolio, ni de la mala performance en las elecciones de medio término, ni lo va a tener en las primarias de este año. Incluso quienes se atreven a enfrentarlo, como el gobernador de Florida, De Santis, sólo proponen más batalla cultural.
La alt-right, en algún momento de esto, desaparece como noción. Pero, nuevamente, no deberíamos engañarnos por la disolución del concepto: en muchas cosas, ha triunfado. Populistas, conservadores y libertarios, todos ellos son hoy tributarios de los guerreros de internet en el período 2014-2018.
Un segundo factor lo aporta un nuevo movimiento, la Neorreacción (conocido en general como “NRx”). Este es el heredero más claro de la alt-right original: postulan una especie de monarquismo tecnocrático, que no es “conservador” porque no hay nada que “conservar”: se trata de volver a las más viejas y tradicionales estructuras sociales rígidas, pero manteniendo el mercado del siglo XXI. Son tan heréticos como lo eran los primeros surfers digitales de 4chan, pero están más desligados de movimientos específicos como el trumpismo: no dependen de su éxito o fracaso.
La alt-right es alternativa de nada. Es el mainstream de la política de derecha. Podríamos decir que si la derecha alternativa comenzó con el encuentro entre una cultura digital (la lógica troll) y un movimiento político (el trumpismo), hoy tenemos un verdadero movimiento cultural que mantiene lazos estratégicos con formaciones políticas específicas. Múltiples identidades pueden tomar parte en la batalla cultural, pero de lo que se trata es de batallar y esa batalla es mundial. En cada país adoptará formas propias: en el nuestro, toma relación con dos tradiciones específicas, el menemismo y el videlismo, y mantiene cuotas muy importantes de cultura yanki.
3- Políticas del cringe
En esta nota he puesto el foco, en gran parte, en la política estadounidense. Es allí donde muchas de las formaciones de la derecha alternativa tuvieron origen, lo que no es menor: estas transformaciones se dan en el hegemón global, se expanden sobre el mundo y luego vuelven, trastornadas. Tienen lazo, también, con tradiciones anteriores. Se puede ver, por ejemplo, a través de la evolución de los significantes usados para referirse a los adversarios: “cultural marxist” (término que proviene directamente de la literatura nazi) deviene “social justice warrior”, y sólo finalmente se decanta en el más sencillo “woke”; cabe preguntarse si esta simplificación no proviene de observar cómo funcionaron en otros países términos como “progre”.
Pero este es un buen momento para apuntar con el lente hacia la Argentina. Hay un cambio radical entre el presidente que coincide con el comienzo de la década que estamos definiendo, Mauricio Macri, y el que tenemos ahora. Macri se presentaba como un hombre serio, un padre de familia, un empresario exitoso; un tipo al que cabía respetar. Milei da vergüenza. Se traba al hablar, se photoshopea para parecer más masculino, en fin, todo lo que sabemos e inventamos en torno a perros de dudoso estado y tabúes de orden familiar. Milei puede haber ganado a pesar de todos esos elementos, o puede haber ganado gracias a ellos. Me arriesgaría por esta última hipótesis, pero no es necesario ir tan lejos: lo que es inobjetable es que, con todos esos elementos, ganó.
Esto resulta crucial para pensar las emociones políticas de la etapa. Sin duda Milei hizo un juego complejo de pesimismo decadentista y optimismo mesiánico. Sin duda hizo un maridaje de bronca, resentimiento, furia, agotamiento. Todos estos son afectos caros a la política de derecha en muchas formas. Pero el libertarismo argentino también hizo un uso muy especial de otra emoción, particularmente significativa para nuestras derechas alternativas: la vergüenza.
Cringe ha sido una de las palabras definitorias de la época para la cultura online. Describe, literalmente, un gesto, una reacción: respingar, sacudirse, bajar la cabeza ante la sensación corporal de la vergüenza ajena. Lo que da cringe no exige razones: es del orden de lo inmediato, instintivo. Es lo que sintieron millones de estadounidenses cuando, famosamente, Hillary Clinton llamó a los votantes “to Pokemon Go… to the polls”. Contrapoints le dedicó un video de hora y media (que entra en la bibliografía obligatoria del milenio) a analizar el surgimiento de este fenómeno y sus consecuencias políticas.
Todo sería muy fácil si pudiéramos decir, simplemente, que una clase política desconectada de su ciudadanía genera vergüenza ajena y de allí surge un recambio hacia la derecha. O si habláramos de un simple conflicto generacional (los memes millennials suelen dar cringe al público gen Z). El problema es, por supuesto, que Milei da tanta vergüenza como los peores momentos del albertismo. La diferencia es que en eso radica su gracia. Un votante de Milei, como un votante de Trump (ojo: un votante, no un militante) no tiene problema en reírse del presidente, en cringear. Pero lo vota.
Podemos volver al primer punto: hay algo de lo retórico en esta cuestión, vinculado a que la vergüenza no escucha razones, por lo que los argumentos pasan más explícitamente por el campo de las emociones (del mismo modo que algo que es basado simplemente lo es, no está basado en nada). ¿Qué pasa, entonces, con la vergüenza para la derecha online? Algo se juega acá, en la conexión afectiva entre un líder político y sus seguidores. Porque no es la misma vergüenza ajena la que produce alguien por ser como es que la que da quien está intentando agradar. Si algo se puede decir de Milei es que no tiene intención de agradar a nadie. Eso es crucial: permite que el cringe no se convierta en rechazo sino en una cierta simpatía.
Esto está, sin embargo, en franca contradicción con el otro afecto que despierta Milei, esta vez no entre sus votantes sino entre sus militantes más acérrimos: el del liderazgo del redentor, o el de la conducción intelectual del genio. Antes decía que el discurso de la derecha alternativa se ha expandido y difundido, por un lado, y concentrado y radicalizado, por el otro; esta es, también en el campo afectivo, la dicotomía de la alt-right, a diez años del inicio de su batalla cultural.
Si pudiera dar una nota final sobre cómo enfrentar a esta derecha, diría que tenemos que tomar nota de cómo maneja su política del cringe. Esa inmediatez que ha logrado, esa imagen de lo genuino, vinculada directamente a la forma en que establecen relaciones en los espacios digitales, es clave. Se trata de poder comprender la lógica de lo viral y captarla sin capturarla. Ahí hay un desafío inmenso, pero para nada imposible, para las políticas de lo popular.
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