Artificios
Apología de la contradicción
Por Bautista Lynch
15 de marzo de 2025

Sobre la contradicción
Hoy ya no es polémico decir que la contradicción es inescapable.
Es casi un consenso que hablar de “la realidad” en la actualidad casi no tiene sentido. Si es que existe, es incognoscible. Las cosas no son en sí mismas. Pueden ser de muchas maneras, ya que dependen de construcciones lingüísticas, culturales y perceptivas. E incluso, aunque lo real “fuese real”, nuestra racionalidad no es capaz de comprenderlo como sistema estable y no contradictorio. La física cuántica encuentra partículas que pueden existir y no existir al mismo tiempo y otras que actúan de cierta manera al ser vistas, y de otra diferente cuando nadie las ve. Hoy no lleva a ningún lugar productivo hablar de ontología o metafísica, sólo nos queda la epistemología o la semiótica. Ya no hay objetos con esencia y sustancia, sino imágenes y simulacros.
Entonces, la contradicción como tal no debería ser considerada como algo evitable, o un defecto a corregir. Tenemos que considerarla como un error inescapable en el discurso. Una limitación narrativa y, como tal, requiere respuestas narrativas.
En este trabajo podríamos trabajar cuidadosamente la diferencia entre paradoja, contradicción, antinomia y aporía. Ser precisos y delicados, con cuidado de no fallar a la verdad (¿qué verdad?) y con la intención de trabajar minuciosamente monografías y análisis completos del discurso, la lógica y la semiología de la contradicción para llegar a conclusiones lógicas y razonables. No vamos a hacer eso. Vamos a usar las armas de nuestros enemigos (ya veremos quiénes son) y vamos a atacar con atropello y sin miedo a no tener razón, porque ellos hacen lo mismo. No vamos a ser medidos, vamos a hablar sin saber (sabiendo que no se sabe) y, quizás, entre tanta verborragia mentirosa encontremos algo que nos acerque a algo parecido a un rafagazo de verdad. Similar a la imagen nietzscheana de dos espadas chocando, esta verdad (si es que existe) será como un destello fugaz de chispas provocadas por el choque violento de dos objetos metálicos y punzantes. Está verdad la entenderemos en su concepción heideggeriana: no es una estructura metafísicamente estable sino que es un evento. Sucede. Acontece. Aparece y se va.
¿Es posible evitar la contradicción? ¿Se debe dejar de afirmar por miedo a equivocarse? ¿Es deseable decir algo cuando es casi seguro que no es cierto? Suponiendo que la distinción sigue teniendo sentido: ¿Hay verdad en la mentira?
Cualquier contradicción al intentar responder estas preguntas será intencional. Y ese mismo gesto, quizás, las responde.
A favor de la enunciación
Decir algo es necesariamente negar otra cosa. El lenguaje funciona de esa forma. No solo niega algo, sino que a la vez, simplifica lo que enuncia. Destruye la unidad de la cosa designada. Es la violencia misma del lenguaje, en términos de Žižek. Entonces el designar algo es un acto en sí violento. Sería contradictorio negar esta propiedad misma del lenguaje. Hay que ser conscientes de ella. Quizás abrazarla. O al menos no ignorarla.
Hoy (o quizás siempre) hay miedo al error. Al rechazar algo. A decir que no. Porque nada es absoluto y hay consciencia de ello. Entonces nos tratamos de proteger del lenguaje, alejarnos. Reducir el nivel de enunciación, tratar de dejar en claro que eso que se dice puede no ser así. Eso le quita fuerza y decisionismo a nuestras palabras. Esto se denota en las muletillas y expresiones utilizadas en la oralidad: “tipo”, “no sé”, “nada”, “no”, “o sea”, “digamos”. Nos protege de lo que decimos, nos salva del error. Son formas de no caer en contradicciones al poner una distancia prudencial entre nosotros y nuestras palabras.
Porque la contradicción es inherente al lenguaje. La realidad (si es que tiene sentido seguir hablando de realidad) es demasiado compleja, nuestra percepción, raciocinio y lenguaje no son capaces de comprenderla sin caer en contradicciones. El mismo acto de designar algo acarrea consigo la posibilidad casi certera de cometer un error. Es imposible encasillar todo en las cajas fijas y sólidas que se suponen son las palabras. Entonces, la única forma de salvarse de la posibilidad de dejar en evidencia que no se tiene razón (aunque en realidad, nunca la tenemos) es no decir nada, o, si se dice algo, decirlo de la manera menos asertiva posible.
Estamos en contra de esa posibilidad. Nos declaramos a favor de la enunciación. A favor del decisionismo, de la asertividad, de la afirmación, del error, de la contradicción, del derecho a estar equivocado. Y no por un motivo moral, ético, o metafísico; sino simplemente porque la alternativa no conduce a la formación de nuevas ideas. Estas nacen del choque entre el significado y el significante, entre la fuerza de uno por atrapar al otro y la capacidad del otro de escapar siempre por muy poco. Nacen de la relación dialéctica entre conceptos contradictorios, tratando de ser atadas con alambre para permanecer juntos. El lenguaje es el error necesario para pensar.
Hay que afirmar con la certeza de que uno está equivocado. Saber que lo que se dice no es verdad y aún así afirmarlo como si lo fuese. Y, cuando se demuestre lo falso de nuestro argumento, enunciar otro distinto, sin miedo a no ser consecuente con lo que se pensaba anteriormente. La coherencia es otra de las categorías narrativas de las que hay que dejar de ser esclavos. Intentar siempre acercarnos a una verdad inalcanzable, incognoscible, seguramente inexistente. Esa Verdad es nuestro Norte, el horizonte al cual apuntamos y al cual nos dirigimos, sabiendo que nunca vamos a llegar. Entonces abrazar las contradicciones necesarias para que, al menos, tal vez, en algún instante se manifieste.
Naturalmente, todo lo que está escrito en el párrafo anterior está sometido a las mismas cosas que enuncia. Sabemos que no es verdad lo que decimos, y aún así tenemos la voluntad de decirlo. Existe la mínima posibilidad de que algo de lo dicho sea cierto. Y si no, abrazamos con orgullo nuestro error.
Es la forma de evitar caer entre dos extremos: la enunciación dogmática que piensa que tiene la verdad o el monólogo inseguro de aquel que tiene miedo de afirmar cualquier cosa, entonces termina sin decir casi nada.
El problema principal tiende a ser que los que afirman con más seguridad, son los ignorantes (o los que quieren que el resto lo sean), y los menos seguros, son los que más saben. Nuestra propuesta es que los segundos afirmen. Digan. Quieran ser escuchados. Su pasividad nos deja a merced de los mesiánicos, los solucionistas, los mentirosos y los desinformadores. Los tiradores de “factos” y los fanáticos de los datos sacados de contexto. “Los números no engañan” dicen algunos. Creen (o dicen creer) que tienen una verdad segura e incontestable, no importa si es religiosa, pseudocientífica o positivista, sus métodos y sus objetivos son similares. Ellos son nuestros enemigos. Solo se les puede ganar jugando a su juego.
Porque entendemos de esta forma la crítica. Marina Garcés la define como la atención necesaria que precisa una razón que se sabe finita y precaria, y asume esa condición. Nosotros le exigimos que la asuma con fuerza y seguridad. Le exigimos al discurso crítico que se posicione a partir de esta relación dialéctica entre dos ideas opuestas: precariedad y fuerza. Actuar como si fuésemos grandes sabiendo lo pequeños que somos.
Somos conscientes de los peros y las objeciones que cada una de nuestras palabras pueden despertar, y los esperamos con ansias. “No es tan así”. Ya lo sabemos. Esperamos una respuesta, una réplica, algo que contradiga lo que afirmamos. Sólo de esa forma puede haber diálogo, intercambio de ideas y crecimiento. Si escribimos con miedo y vaguedad y no afirmamos nada, no hay nada que responder, nada que discutir, ningún lugar desde el cual formar una idea nueva.
Dilucidación narrativa
Pero ante la alternativa de puras afirmaciones contradictorias, asumir que todas son igual de ciertas implica perdernos en un caleidoscopio de relatos todos igualmente válidos y excluyentes entre sí. Hablar tantos idiomas que uno se queda sin una lengua madre. Perderse en un sin fin de posibles verdades para quedarse sin ninguna. No buscamos eso.
Acaso sea tranquilizante observar que aun en un reino “posmoderno” y libre de trabas de la narratividad propiamente dicha, cabe esperar que algunos relatos sean menos persuasivos o útiles que otros; es decir, aunque la búsqueda de un relato verdadero e incluso correcto sea vana y esté condenada a todos los fracasos salvo el ideológico, podemos sin duda seguir hablando de relatos falsos […] existe algo así como una dilucidación narrativa […] (Jameson, 2004, p. 38)
Esta es la solución propuesta por Frederic Jameson ante la alternativa relativista, donde todo discurso sería igual de válido. Él lo dice, hay respuestas más válidas que otras. No porque haya certeza de una verdad, sino porque tiene más sentido narrativo. Pensamos en categorías narrativas. Hay relatos más convincentes que otros. Hay que elegir en cuál creer.
Similar a una definición de Christian Ferrer:
Si fuera cierto que estamos rodeados de máquinas de producir “realidades simuladas”, y que estas realidades tienen únicamente funciones operativas, entonces la diferencia entre verdad y falsedad carecería de relevancia y tampoco se podría discernir lo bueno de lo malo, opuestos que retroceden a medida que se desorganizan los soportes de construcción subjetiva propios de la cultura letrada. Así las cosas, estaríamos condenados al ejercicio constante de juzgar simulaciones bien producidas o simulaciones mal producidas, y para hacerlo nuestros juicios no atenderían a moral alguna, sino a criterios estéticos. […] (Ferrer, p. 5)
Estética y narrativa pertenecen al reino del ordenamiento de lo sensible, en el cual se incluye el lenguaje. O lo sensible se incluye en el lenguaje. La distinción es irrelevante en este caso. Distinguir uno de otro es imposible. Entendemos la realidad como un constructo de naturaleza discursiva. Todo es lenguaje. Quien se anime a utilizarlo, tiene la capacidad de cambiar las condiciones materiales que lo rodean. Encontrar relatos que lo satisfagan.
Escribirlos si hace falta. Elegir creer en cosas que hagan del mundo un lugar mejor. Elegir qué es lo mejor para el mundo. Elegir. Decidir. Decir. Son lo mismo.
Pero ante el choque asegurado frente a relatos ajenos alternativos, entender que ninguno es realmente cierto es vital. Elegir uno propio y ponerlo constantemente a prueba es saludable. Encontrarse con narrativas no propias es necesario. Contradecirse a uno mismo, crucial. Para contradecirse, primero hay que decir. Apropiemonos de la muletilla: ¡Digamos!
Algunas aclaraciones cobardes antes de concluir
Este mismo texto es un ensayo del ejercicio que enuncia. Entendemos “ensayo” como prueba, como práctica, como ejercicio para descubrir los errores. Somos conscientes de las limitaciones, pero, a la vez, las buscamos. Decir siempre implica riesgos. Los tomamos, y afirmamos ideas sin estar seguros si las creemos realmente.
La similitud con el formato de un manifiesto, el uso del plural y la fingida seguridad en nuestros enunciados son todos gestos que le dan fuerza a unas palabras que se saben débiles y contradictorias.
No pretendemos nada más que nos discutan.
Gracias.

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