Artificios

De un enamoramiento urbano y sus fetiches tranviarios

Este texto recorre Buenos Aires en caminatas, tranvías y subtes. Acompañado de tres autores de la cuestión urbana, nos ofrece una mirada enamorada del Sur de la Ciudad.

Por Franco Pastorini
21 de octubre de 2025

En algún punto del AMBA, junio de 2024 

“El estadio del mapa es el primer nivel del amor urbano: ocurre cuando sientes que la cartografía de la ciudad amada se superpone a cualquier otra. Enamorarse de una ciudad es sentir al pasear por ella que los límites materiales entre tu cuerpo y sus calles se desdibujan, que el mapa se vuelve anatomía. El segundo nivel es el estadio de la escritura. La ciudad prolifera en todas las formas posibles del signo, se vuelve primero prosa, luego poesía y, por último, evangelio.” 

Paul B. Preciado, Agorafilia 

La pasión amorosa que desata una ciudad, según Paul, se puede experimentar al mismo nivel que la que generan un humano, un animal, o lo que él llama “fabricación histórica espiritual (libro, obra de arte, música e incluso institución)”. Y nuestra pasión, Buenos Aires, fue precedida por la desesperación: temí que habitar mi ciudad natal por demasiado tiempo me confinara a una espiral de enamoramiento sin sentido. 

El espacio físico expresa las relaciones sociales, pero nunca las refleja fielmente, sino que este es el producto de un movimiento permanente y confuso entre ambos” (Olejarczyk, p. 22) 

Aquél podría haber sido un pensamiento paranoico que me asaltara en alguna noche de insomnio (y el insomnio no suele ser óptimo consejero), pero los hechos se presentaron poéticamente incontestables: fue una tarde fría del segundo invierno del COVID en la que salimos a merendar con quien alguna vez fuera, por decirlo así, mi primer amor (en ese entonces ya eran denodados los intentos por retomar el plano amistoso, que finalmente se mostraron vanos). Luego de encontrarnos en el punto acordado, nos pusimos a caminar sin poder orientarnos, de manera que no lográbamos llegar a donde queríamos. Doblábamos en la esquina equivocada, tomábamos una calle en el sentido contrario al correspondiente, agarrábamos alguna diagonal que no era…todo así. Mientras tanto: el frío que helaba las manos, la charla superficial que ella me iba proponiendo para evitar hablar de nuestros sentimientos, la poca gente (como aquél verano en el que nuestros cuerpos se hablaban en la torre de Babel de la ternura), y la ciudad que nos rodeaba y que, de alguna manera, me expulsaba hacia el desencanto cuando yo le pedía que me absorba en su amor. 

“El espacio mental elaborado por los filósofos y los epistemólogos se constituye en lugar transparente, en medio lógico. La reflexión […] cree alcanzar el espacio social, pero éste es en realidad la sede de una práctica que consiste en algo más que en la aplicación de conceptos, dado que supone también desconocimiento, ceguera y la propia experiencia vital.” (Lefebvre, p. 333) 

Claro que sobre todo se lo pedía a ella, pero, ¿qué más podía hacer? Mi papá se había marchado a conquistar las estrellas hacía un par de meses y a mi alrededor casi todo perdía un poco el sentido. Así fue como la otra evidencia poética apareció en una pantalla (cuando no): de repente me encontré leyendo en alguna red social acerca de los misterios de mi ciudad. Entre tantas cosas que se cuentan, circula la leyenda de que sus fundadores han hecho algún conjuro, hechizo o maldición, para que allí solo puedan ser prósperos sus descendientes. Asediado por el espanto, y con la tristeza como motor, todo concluyó en que -o todo empezó cuando- me concedí, en medio de la incertidumbre, la oportunidad de habitarte. 

“…si hay un fetichismo (de un espacio visual, inteligible, abstracto) y si hay una fascinación (de un espacio de la naturaleza perdida y/o encontrada, espacio de lo absoluto religioso y político, espacios de la voluptuosidad o de la muerte), la teoría puede trazar su génesis, es decir, seguir su producción.” (Lefebvre, p. 191-192) 

Hoy ya sabés, Buenos Aires, lo difícil que me ha sido compartir mi pasión amorosa con otro ser humano, y por eso agradezco profundamente que me hayas dejado darle rienda suelta en tu geografía. Y si no soy original al elegirte (porque seamos sinceros, cuando mi pasión va a tu búsqueda sabe bien que mil poetas te cantaron antes), me gustaría al menos que mis fetiches urbanísticos no estén atados a una coartada patrimonial que te hayan impuesto. En la intimidad de esta carta, podría confesarte que al intentar politizar mi deseo sexual-romántico-afectivo me tropiezo con mi sombra, pero que en el deseo que me generás vos no hay tropezón que no se preste a ser politizado (e iluminado). 

Es por eso que siempre me las arreglo para encontrar excusas que me permitan habitarte no desde las actividades cotidianas o las necesidades vitales, te diría que ni siquiera desde el ocio…me gusta habitarte desde la curiosidad. Esa curiosidad que me dan tus rincones insólitos, inusuales, inesperados. Y allí es donde confluyo con una vieja amistad (o noviazgo o laberinto histérico sin salida, como con aquella chica): estoy hablando del transporte público, que se ha develado como el objeto mismo de la curiosidad en lo que procedo a contarte. 

“La ciudad es un texto en donde podemos leer las formas de relacionarse de los distintos discursos y es también, sincrónicamente, generadora de nuevas relaciones. En estos términos hay que reconocer, como primer dato, la existencia de discursos hegemónicos sobre el sentido y el significado de lo urbano.” (Granero Realini, p. 139) 

Esa fue una tarde que compartimos, Buenos Aires, de fines de otoño, de aquellas en las que se suma un cielo entre celeste y arratonado a la casi total ausencia de hojas, para avisar con delicadeza (mientras no estalle una tormenta) la proximidad de los días más cortos del año. Yendo por Emilio Mitre desde avenida Rivadavia, la numeración sube…pero me dirijo al Sur. Dejando tras de mí elegantes casas centenarias, llego hasta la esquina indicada, donde me ofreciste lo que esperaba ver: murales alegóricos en las paredes, algunos extranjeros (turistas haciendo rendir sus vacaciones o residentes turisteando en su tierra adoptiva), familias con hijos de corta edad (varones todos, excepto alguna bebé). Me sumo a la fila. 

A la hora prevista, asoman por la puerta del taller dos sujetos: un señor que saluda a la concurrencia y nos pide que nos amuchemos para poder escucharlo, y un coche de tranvía de los antiguos, de los tradicionales. Uno de esos que hicieron a viajerxs de todas partes apodarte “la ciudad de los tranvías”. 

Con la afable picardía de quienes hacen de la guía turística un oficio encantador, el señor, empilchado de guardia tranviario, nos cuenta del apogeo y la caída del medio de transporte que en su vida ocupa un importante lugar. Allí en el Taller Polvorín, donde estos viejos coches reciben mantenimiento permanente, el resto de los presentes nos hemos congregado para subirnos a una máquina del tiempo (de las que van conceptualmente hacia atrás).

“La localidad se opone a la globalidad, pero también se funde con ella. El Mundo, sin embargo, nos es extraño. […] Aunque por su esencia puede esconderse, no puede hacerlo por su existencia, que se realiza en los lugares […]. El lugar es […] el escenario insustituible de las pasiones humanas, responsables, a través de la acción comunicativa, por las más diversas manifestaciones de la espontaneidad y de la creatividad”. (Santos, p. 274) 

Una atmósfera nostálgicamente risueña se construyó en todo el paseo: sea por el relato del “guardia”, por el mundillo de madera en el que nos hemos envuelto, por el andar cansino, por los padres y madres haciendo saludar a los nenes desde las ventanas. El espacio físico es compartido (los asientos y el coche en sí son bastante chiquitos), pero noto una especie de distancia emocional con quienes me rodean. He sabido andar por el camino de la nostalgia (con motivaciones y consecuencias de diverso carácter), pero esta vuelta, en la que fui convidado a ella con todos los condimentos, no ha querido aparecer. Y es que yo te deseo hoy, Buenos Aires. Te habito cada día que te vivo, me regocijo cuando te siento habitable, puteo a los que te hacen invivible, y quiero verte iluminada por las sonrisas de tu gente. Sin ellas no me sirven las luces de calle Corrientes. Me pregunto por esos niños: ¿dejará este viajecito alguna huella en sus subjetividades? ¿Llegarán en su adultez a soñar con un transporte público digno de ser utilizado? ¿Con una Buenos Aires digna de ser habitada? ¿O se perderán como se pierden en podridas especulaciones quienes solo buscan venderte? 

“está la lectura de los disconformes, aquellos que no son necesariamente excluidos pero que sin embargo no se sienten satisfechos con la ciudad actual, con formas de vida que no les permiten su pleno desarrollo humano, en sociedades altamente competitivas y volcadas al consumismo.” (Granero Realini, p. 29) 

Hay una pregunta cuya respuesta puede llegar un poco más rápido…¿qué más tenés para darme? Allí caigo en la cuenta de que hay un tranvía que vive. No sobrevive, porque de hecho, nació después. Entonces: regreso al departamento, solo para volver a salir (es que me había olvidado mi botella de agua). Mis piernas y mi vocación de asombro me llevan por la misma calle. Hasta me cruzo con la misma gente que hacía fila poco antes, concluyendo el segundo paseo de la jornada. Pero me dirijo aún más al Sur esta vez, para un paso furtivo por la nunca bien ponderada línea E. Los vagones están bastante vacíos, y rápidamente arribo a destino. 

“Las inclusiones comportan exclusiones: por distintas razones hay lugares prohibidos (sagrados-malditos, heterotopías) y lugares autorizados o recomendados, lo que cualifica dramáticamente a las partes y divisiones del espacio al oponer lo benéfico y lo maléfico, distinguiéndolos del espacio neutro.” (Lefebvre, p. 331) 

Como no podía ser de otra manera, en la previa de este viaje me han asaltado…mis prejuicios. El sentido común nos colma de prejuicios que nos apartan de la hermosura de cada momento, bien lo sabés, Buenos Aires, en cada una de las cuadras que te habrán dejado desamparadas por múltiples gestiones (quizá todas) con sesgos clasistas y mirada cenital. Pero con tu hermosura yo siempre logro reencontrarme. Entonces me vuelvo a ver allí, subiendo las escaleras, cruzando el molinete antiguo (sin pagar, claro) y haciendo otra fila en la cual no parece haber tanta expectativa contenida como en la que hice hace un rato. Este espacio no me resulta tan predecible. 

“Los cuerpos vivos, los de los «usuarios», no solo están atrapados en el engranaje de las partes del espacio, sino también en las redes de las analogías […]: imágenes, signos y símbolos. Transportados fuera de sí, transferidos, los cuerpos vivos se vacían como por los ojos: reclamos, insinuaciones y seducciones múltiples se movilizan para proponer a los cuerpos vivos los dobles de sí mismos, engalanados, risueños y felices. Y los evacuan en la medida exacta en que las imágenes propuestas se corresponden con «necesidades» que dichas imágenes han contribuido a formar. La masiva entrada de informaciones, el flujo incesante de mensajes, se topan con el movimiento inverso: la evacuación, en el seno mismo de los cuerpos, de toda vida y deseo. Incluso los coches pueden funcionar como análogos. A la vez extensión del cuerpo y casa ambulante que acoge a esos cuerpos a la deriva. Las palabras, la dispersión de los fragmentos de discurso no son suficientes para llevar a cabo la «transferencia» de los cuerpos, sin los ojos y el espacio existente.” (Lefebvre, p. 153-154) 

Y sin embargo, una sensación apacible también se me presentaba. ¿Cómo fue eso? Te confieso: mis adicciones más constantes, a saber, el azúcar y la hiperconectividad, no me dan respiro casi nunca. Aquél día, se manifestó insistentemente la segunda cuando quise hacer de estas vivencias un vlog y fui recolectando videos en la memoria de mi teléfono, y esto es lo que verdaderamente quería decirte. Porque a veces, Buenos Aires, en el afán de testimoniarte, me domina un rapto de voracidad digital y me olvido de respirarte. Pero en esa fila absolutamente anodina, de 4 o 5 personas poco emocionadas, me encontré con una cuota de aprehensión interior que, después de unos minutos dudosos de REC y chequeo de redes, no pudo sostenerse. A veces, no pasa nada y se abre un tiempo liminal, un tiempo-umbral que aquel domingo no devino en depresión sino, más bien, en observación. Después de todo, el tranvía se caracteriza por una velocidad máxima más lenta que la de sus parientes rodantes. 

“Ahora estamos descubriendo que, en las ciudades, el tiempo que rige, o va a regir, es el tiempo de los […] lentos. La fuerza es de los «lentos» y no de los que ostentan la velocidad […]. Quien tiene movilidad en la ciudad -y puede recorrerla y escudriñarla- acaba viendo poco de la ciudad y del mundo. Su comunión con las imágenes, frecuentemente prefabricadas, es su perdición. Su comodidad, que no desea perder, proviene exactamente de la convivencia con esas imágenes. Los hombres «lentos», para quienes tales imágenes son espejismos, no pueden por mucho tiempo estar en fase con ese imaginario perverso y terminan descubriendo las fabulaciones. 

Es así como ellos huyen del totalitarismo de la racionalidad, aventura vedada a los ricos y a las clases medias. De ese modo, […] son los pobres quienes en la ciudad miran más fijamente hacia el futuro”. (Santos, p. 276-277) 

Luego de unos minutos, se nos permite subir al coche en cuestión (otros dos lo preceden), donde esperaremos otro rato más. Los buenos aires que aquí se respiran no me transportan a un pasado ideal(izado), pero tampoco a un futuro apocalíptico. Más bien se trata de una dosis descafeinada de lo cotidiano…como hace un rato en el subte. 

El maquinista ya no nos saluda simpáticamente y no puedo dar por sentado, en este caso, un afecto particular hacia el vehículo que conducirá…quisiera creer que sí, porque el Premetro también merece cariño. ¿Y qué hay del guardia? O debería decir, el policía al que le ha tocado acompañarnos en este viaje. Mientras estuve ahí arriba, no contó ninguna historia, ¿tendrá algo para contar? No es como si yo creyera en modo alguno en la institución que él está encarnando, pero tampoco soy quien para negarle su derecho a vivirte poéticamente, Buenos Aires. Creo en su derecho a ello, así como el guardia de mentira del Tramway Histórico lo tiene y se lo ha agenciado. 

“Cuanto más inestable y sorpresivo es el espacio, tanto más sorprendido será el individuo, y tanto más eficaz la operación de descubrimiento. La conciencia por el lugar se superpone a la conciencia en el lugar. La noción de espacio desconocido pierde la connotación negativa y gana un acento positivo, que proviene de su papel en la producción de la nueva historia.” (Santos, p. 281) 

Es raro querer citarse con el pasado en el Premetro. Que se puede, se puede…pero esta vez, elijo para mí el presente. Cada minuto me pone de frente a calles y edificios que (a diferencia del otro paseo) hasta entonces no conocía. Qué distinta te ves en este recorrido, Buenos Aires. No solo por la gente que circula, con quienes seguro hemos compartido un tren, un bondi o un subte, después de todo el Premetro está integrado (en tales o cuales condiciones, pero integrado al fin) a la red, y los habitantes del Bajo Flores, Soldati y Lugano también lo están (ídem). Y si bien no quiero caer en la romantización, los paisajes (¿sub?)urbanos que en este trayecto aparecen tienen la extraña capacidad de ilusionarme. Las edificaciones precarias que se avizoran desde la avenida Mariano Acosta y los monoblocks planificados lindantes con avenida Lafuente quizá no tienen la virtud de contar con los requisitos que les permitan formar parte de la postal porteña, y así los han tratado a ellos y a quienes desde ellos te habitan. Pero hay una virtud que sí mantienen: su despliegue en el espacio urbano aún permite que el cielo se pueda apreciar a simple vista. Cuanto más nos maravillarían tus avenidas más turísticas (las “más importantes”, esas capaces de reproducir capitales), Buenos Aires, si en ellas esto fuera posible. 

Esta humilde reflexión tiene la tímida calidez del sol de aquella tarde: no cambia ni cambiará el presente de quienes viven en su día a día el sometimiento a lógicas urbanas excluyentes que impone un Estado neoliberal financiado por el negocio inmobiliario. Pero es tanto el amor que te tenemos, Buenos Aires, que reivindicaremos nuestro derecho a seguir imaginando para vos un futuro diametralmente distinto a la distopía de injusticia espacial y uniformidad arquitectónica a la que violentamente (en distintos grados de coerción pero con igual gesto avasallante) quieren empujarnos. 

“el Derecho a la Ciudad es un llanto -la desgarradora expresión de las condiciones urbanas inhumanas- tanto como una demanda –la exigencia de transformar esa realidad, de explorar alternativas hacia una vida urbana menos alienada- […] Antes de cualquier conceptualización esas ideas son hijas de la sensibilidad que nos rodea en lo cotidiano, de la conmoción humana ante las diversas formas de injusticia. .[…] La ciudad no sólo es lo que existe sino lo que puede ser”. (Granero Realini, p. 28-29) 

Evidentemente esta tarde de domingo ya me ha permitido abrir una que otra puerta desconocida, y no me sorprende, con vos siempre encuentro alguna. Desde las espléndidas ventanas del coche veía todo lo que te contaba antes, pero también que empezaba a oscurecer, y en mi cabeza se acumulaban razones (¿o sinrazones?) que reclamaban pronto retorno. Recuerdo el momento en el que me bajé en la muy apacible parada de Presidente Illia, para cruzarme de inmediato a las vías contrarias y emprender la vuelta al departamento. Una viejita y una señora estaban esperando y presenciaron extrañadas, creo que hasta graciosas, mi (a todas luces peculiar) caminata directa de una parada a otra. La señora hablaba por teléfono y le decía a un tal Chino que él tenía la obligación de respetar a su madre y a las mujeres en general “porque vos también saliste de una concha, Chino”. Ella le cortó, tentada y un poco hastiada, diciendo que ya venía el colectivo (así se referió al Premetro), pero él insistía en llamarla. El coche a Saguier llegó (muy rápidamente, por cierto) y nos subimos; el Chino siguió llamando. Nuestra amiga le pedía que se deje de hinchar. Y yo no pude no remitirme a esas secuencias tristemente memorables, en las cuales los desarrolladores inmobiliarios intentan convencer o persuadir (en un amplio abanico de acciones que van desde un pedido amable con compensaciones hasta un desalojo violento e ilegal) a modestos habitantes (a veces propietarios) que están importunando sus fastuosos proyectos. Y aunque sepamos que el argumento vaginocrático no sea el más vanguardista, yo siento que pone un manto de justicia poética para cubrir a todas las víctimas de esas situaciones que recordaba: han parido un modo propio de habitar esos espacios que merece ser respetado y dignificado, y que rara vez los especuladores de turno proponen mejorar. 

“Que cualquiera mire el espacio que le circunda. ¿Qué ven? ¿Ven el tiempo? Más bien, viven el tiempo; están dentro del tiempo. Sólo se ven movimientos”. (Lefebvre, p. 150) 

Luego de 3 viajes en tranvía, 2 en subte y las respectivas caminatas intermedias, puedo decir que me siento distinto. Recién llegado, me preparo un café con algún streaming de fondo. La semana volverá a comenzar a la mañana siguiente y yo, ante todo, buscaré que me sigas sorprendiendo en los días que vengan. Me doy cuenta, Buenos Aires, que aún creo en que las libertades que tantas veces fantaseo con alcanzar se puedan materializar en tus calles, tus edificios, y en los viajes que me permiten recorrerte. Me siento venturoso al identificar que, en mi interior, soy capaz de transmutar la pesadumbre que, a veces, parece introyecta en el cotidiano de cada porteñx. Pero quisiera seguir soñando e ir más allá de los sueños propios, para que esas libertades que me has ofrecido estén al alcance de cualquiera que las desee. ¿Estaré a la altura de ello? En aquellos días en los que las multitudes buscan transgredir tu trazado, para bailar una danza polirrítmica que desaforadamente te abraza y te reclama…me animo a creer que sí. 

Con admiración, siempre tuyo.

Franco