Urbe
Vestir la desigualdad
Por Malena Loria
18 de septiembre de 2025

Es domingo por la noche, una joven desvelada revisa su carrito de compras en una app. Entre ofertas relámpago y precios tentadores, el total apenas supera los veinte mil pesos. Eligió de todo: pantalones, remeras y tops. Mientras espera que se acredite el pago, piensa en su siguiente compra, y casi por accidente, abre sus redes sociales.
En su feed circula una publicación de una campaña ambiental. Se detiene a leerla. Habla de la contaminación del agua en Bangladesh. Se indigna y la repostea en una historia de Instagram, acompañada de un texto que dice: “¡Cuidemos el planeta!«.
¿Es posible sostener ambas acciones al mismo tiempo? ¿O nos habituamos a vivir así, sabiendo lo que pasa pero actuando como si no?
La industria del fast fashion representa uno de los dilemas éticos más grandes que enfrentamos hoy como consumidores. Afecta al medio ambiente, explota laboralmente a trabajadores en muchos países y se encuentra totalmente ligada al modelo capitalista en el que vivimos. Sin embargo jamás lo cuestionamos, comprar ropa barata y en cantidad se volvió parte de nuestra rutina.
Frente a esto, parece que solo existen dos caminos: dejar de comprar o seguir mirando para un costado. Pero, ¿tenemos otra opción? ¿Podemos usar la forma en que nos vestimos como protesta?
El fast fashion, o moda rápida, es un modelo que se basa en hacer ropa de forma acelerada, muy barata y en grandes cantidades. Marcas como Zara, H&M o Shein son algunos de sus ejemplos más conocidos. La idea es simple: copiar las tendencias lo antes posible, producir al menor costo y vender mucho a precios bajos.
El problema es que esto tiene un alto costo para el planeta y para las personas. Como menciona la Fundación Ellen MacArthur, cada año se fabrican más de 100 mil millones de prendas en el mundo, y usamos cada una mucho menos que antes: en los últimos 20 años, el promedio de uso bajó un 36%.
La misma organización señala que la industria textil genera el 10% de las emisiones globales de carbono y el 20% de las aguas residuales del planeta. Además, se estima que más de 75 millones de personas, en su mayoría mujeres jóvenes, trabajan en este sector en condiciones precarias, sin derechos laborales ni protección.
La moda siempre fue una forma de expresión personal y cultural. Pero con el fast fashion, esa expresión está marcada por un sistema que extrae recursos y mano de obra sin descanso. Entonces, ¿se puede ser un consumidor ético dentro de un sistema que nos alienta a comprar todo el tiempo, sin detenernos a pensar?
Naomi Klein lo advirtió hace años: las marcas no solo venden productos, también venden identidades. Hoy, cuando compramos una remera, no solo elegimos una prenda, sino también una estética, delimitamos nuestra forma de pensar y pertenecer. Es por esto que el consumo se vuelve un terreno de conflicto constante entre lo que deseamos y lo que sabemos que deberíamos hacer.
Byung-Chul Han, aunque no habla de moda ni de fast fashion específicamente, nos ayuda a entender por qué consumimos ropa de manera rápida y sin parar. Él describe una “sociedad del rendimiento” donde el sujeto se explota a sí mismo bajo la presión constante de mostrar una imagen positiva y exitosa. Esta necesidad de demostrar algo se refleja directamente en la ropa: deja de ser una simple prenda y se convierte en una forma de obtener visibilidad y pertenencia a un grupo social. En la actualidad, ese deseo de ser aceptados se mide en «likes”, lo que genera una gran presión por estar “a la moda” todo el tiempo. Esto demuestra en cierto punto, que el problema de este consumismo no solo es económico o ambiental, sino también cultural y psicológico, la exigencia social que vivimos hace difícil romper este ciclo.
En 2013, el derrumbe del edificio Rana Plaza en Bangladesh, donde murieron más de 1100 personas, en su mayoría trabajadoras textiles, sacudió al mundo. En ese edificio funcionaban varias fábricas de ropa que producían para marcas internacionales. Un día antes del desastre, se detectaron grietas en las paredes, por lo que las autoridades ordenaron su evacuación. Aún así, los dueños de las fábricas ignoraron la advertencia y obligaron a los trabajadores a regresar al día siguiente. Muchos de ellos temían perder su empleo si no obedecían, así que ingresaron al edificio a pesar del riesgo. Horas más tarde, todo se vino abajo.
Esta tragedia expuso las condiciones de explotación y la falta de protección que sufren millones de personas dentro de la industria de la moda. A raíz de esto nació el movimiento Fashion Revolution, que busca visibilizar lo que hay detrás de la ropa que usamos y exigir transparencia, ética y justicia en toda la cadena de producción. Su lema es simple pero incómodo: “¿Quién hizo mi ropa?”. Desde entonces, cada 24 de abril se conmemora el Fashion Revolution Day para recordar lo ocurrido y reclamar cambios reales.
Fue a partir de esta catástrofe que muchos consumidores comenzaron a cuestionar el sistema de la moda. Surgieron emprendimientos de slow fashion, campañas de boicot y documentales como The True Cost se hicieron virales. Incluso celebridades e influencers hablaron del tema. De igual manera, la contradicción persiste: las mismas voces que critican al fast fashion continúan participando de sus lógicas, ya sea por contratos con marcas, por imagen o por costumbre.
Entonces, ¿qué puede hacer alguien además de quejarse? ¿Hay formas reales para cambiar el sistema?
Podemos protestar desde el placard, convertir el hecho de vestirnos en un acto político. Por ejemplo, comprar menos y optar por calidad en lugar de cantidad, elegir mejor investigando marcas, leyendo etiquetas y conociendo los procesos de fabricación. También es importante considerar la ropa usada, desde ferias, tiendas vintage o mercados circulares. Tenemos las opciones de trueque y el upcycling, que consisten en darle una nueva vida a prendas viejas o intercambiarlas con otras personas. Al mismo tiempo, podemos iniciar una militancia en las redes sociales y denunciar malas prácticas, difundir campañas y exigir cambios. Debemos concientizarnos y cuidar la ropa con el objetivo de prolongar su vida útil. Aunque parezcan pequeñas acciones, juntas constituyen una forma real de enfrentar el sistema del descarte. No se trata de romantizar el consumo consciente, sino de entenderlo como un proceso político.
Pero incluso dentro de ese proceso, no todos caben. Una influencer de moda, conocida por sus posteos sobre sostenibilidad, sube un carrusel titulado “Argentina en crisis pero Shein bate récords”. En él, denuncia que, desde que el presidente Javier Milei abrió las importaciones, el consumo de prendas extranjeras creció exponencialmente y que eso pone en jaque a la industria nacional. Habla del impacto ambiental, del colapso del mercado interno, y destaca que un reciente informe de The Business of Fashion posiciona a Shein como la marca de moda que más contamina en el mundo, con un nivel de emisiones que duplica incluso al de Zara, del grupo Inditex.
En los comentarios, una seguidora responde: “Cuando hagan ropa de mi talle dejo de contaminar, perdón”. Y en esa sencilla frase queda en evidencia algo muy importante: el acceso a la ropa no es igual para todas las personas.
Decir “comprá mejor”, así sin más, muchas veces es un privilegio. En contextos de crisis económica, el precio pesa más que la ética. Para una parte considerable de la sociedad, hay marcas como Shein o Zara que son la única opción para conseguir ropa nueva, que se ajuste a los estándares de la modernidad y que incluya variedad de talles. Mientras que en una marca de shopping una campera cuesta más de 200 mil pesos y llega hasta el talle M, en Shein se consigue por menos de un cuarto de ese valor y en talles hasta el 4XL. ¿Quién podría elegir con libertad bajo esas condiciones?

La moda ética, que suele presentarse como una alternativa responsable al fast fashion, también termina reproduciendo lógicas elitistas. Al tener precios más altos y talles limitados, excluye a quienes no encajan en el cuerpo ni en el bolsillo del modelo hegemónico. ¿Qué pasa con quienes no pueden pagar una remera orgánica que cuesta más de $30.000? ¿Solo quienes tienen un buen poder adquisitivo merecen consumir sin culpa? ¿Por qué la ética debería ser un lujo?
Cuando el consumo consciente se transforma en una identidad de clase, deja de ser una herramienta de cambio colectivo para convertirse en una forma más de diferenciación social. Mientras algunos pueden usar ropa de lino orgánico o teñida con productos naturales y sentirse bien con eso, muchas otras apenas llegan a comprarse lo justo y necesario. En este contexto, pensar en sostenibilidad no es una prioridad, sino un lujo. Por eso, no podemos esperar que el cambio sólo dependa de quienes tienen el capital para elegir qué comprar. Hacen falta políticas públicas, más información y alternativas reales para que el consumo responsable pueda finalmente ser una opción posible para todos.
¿Es posible disfrutar la moda sin dañar el planeta? El desafío está en habitar la contradicción, no hay un único camino a seguir. Toda decisión se toma en base a nuestro contexto, procesos personales y colectivos. La moda puede ser muchas cosas como identidad, juego, arte pero también resistencia.
Desde América Latina, surge otra forma de pensar y hacer moda. La diseñadora mexicana Carla Fernández dice que: “el futuro está hecho a mano”. Su trabajo, como el de otras propuestas locales, demuestra que no es necesario explotar ni descartar para crear. En la misma línea, la uruguaya Lucía López desarrolló una práctica que se ve más allá de la estética: el upcycling.
Para Lucía, el upcycling no es solo reutilizar telas viejas, sino resignificar los residuos textiles a través de un proceso creativo y técnico. Su trabajo nace de una experiencia familiar —la casa de su abuela modista— y se une en una reflexión crítica sobre la moda industrial. En lugar de aceptar el modelo lineal de producción y descarte, Lucía busca transformar materiales descartados agregándoles valor sin perder calidad.
Volvamos a esa joven del comienzo. Probablemente todavía compre en marcas de fast fashion, pero ahora también se informa, intercambia su ropa con amigos y exige. Quizás no sea perfecta, pero tampoco es indiferente. Vestirse se convierte en una elección y, a la vez, en una exposición.
En esta lógica, no solo consumimos ropa: nos convertimos en ella. Como advierte Byung-Chul Han en La sociedad de la transparencia, hoy todo debe ser mostrado. La transparencia, lejos de ser una virtud, se transforma en un método de vigilancia y control. Vivimos en un mundo donde hasta nuestras decisiones de consumo se vuelven públicas y performativas.
En las redes sociales, la ropa dejó de cumplir sólo una función práctica o estética: es una constante puesta en escena. Cada outfit, historia o haul de compras es parte de una narrativa visual que construye una identidad. Ser “minimalista” o “alternativa” no es solo una elección estética, es una forma de mostrarse. El consumo ético, en este escenario, puede convertirse en una etiqueta más que se comparte y capitaliza.
De este modo, la tensión entre ética y deseo no solo pasa por lo que compramos, sino por cómo queremos ser vistos. Lo que vestimos es cómo nos mostramos: una identidad elegida, construida y validada en un espacio que nos exige.
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