Pantallas

¿Las romcoms están muertas?

Ficcionalizar el amor: ¿acaso, hoy, un gesto imposible? Este ensayo busca poner en palabras las fórmulas más efectivas del sub-género romántico y se pregunta de qué manera se lo puede revitalizar, para devolverle la sensación de verdad a la ficción.

Por María Belen De Franceschi
06 de septiembre de 2025

Ficcionalizar el amor: ¿acaso, hoy, un gesto imposible? 

Una de las frases que más recuerdo de la obra teatral Quiero decir te amo, del dramaturgo y director argentino Mariano Tenconi Blanco, dice así: El amor tiene forma de rezo. Quizá sea necesario pensar de qué manera estamos rezando quienes, alguna vez, supimos suscribimos a este dogma de un romanticismo inalcanzable tan fantástico como empedernido; dogma cuya práctica contemporánea más característica pareciera ser destinar domingos enteros a ver una y otra vez esas mismas comedias románticas de hace 30 años y a quejarnos de su presunta muerte o de su incapacidad regenerativa. No quiero entregarme a la simpleza de que el amor en las películas ya no existe: no quiero organizar ningún velorio prematuro que reduzca tal incertidumbre al lema vago de que todo tiempo pasado fue mejor, blabla. 

(No tan) breve emplazamiento histórico 

Si consideramos el hecho de que cada movimiento artístico surge como una reacción a su precedente, como un rechazo colectivo frente a la saturación de ver lo mismo en todos lados, el realismo no fue la excepción. El realismo nació, por allá en la segunda mitad del SXIX, oponiéndose a la carga de subjetividad romántica que ya no daba cuenta de la sensibilidad de esa época, y proponía así la utopía de la objetividad. Esto impactó, más específicamente en el arte teatral, cuando la gente empezó a querer verse reconocida en escena; ya no se esperaban obras con grandes declamaciones, palabras y sentimientos: se quería la evolución de la novela (impulsada por Balzac y su Comedia Humana) también en el teatro. Por eso, Émile Zolá, escritor y crítico literario francés, se manifestó para impulsar una fórmula incapaz de fracasar, de devolverle al teatro la verdad, de hacer eso que ya estaban comenzando a hacer Henrik Ibsen y August Strindberg en los países nórdicos: construir personajes de carne y hueso, inyectarle sangre fresca al cadáver del romanticismo. Exotismo, sueño y evasión fueron reemplazados por la inmersión en la realidad. El héroe romántico fue sacrificado por una persona común, con sus propios conflictos de su propio tiempo. La verosimilitud, el detalle, el ocultamiento del artificio, la construcción de personajes mediante un método científico y la descripción fueron los cimientos sobre los que se edificó el movimiento. Vamos hasta ahí con la excavación histórica; prometo que nada de esto fue en vano.

La época dorada del amor audiovisual: ¿algo más que una fórmula? 

Fines de los 90s, principios de los 00s: el ocio se basaba en gran medida en esperar a que llegara el viernes para alquilar películas en el videoclub. Pero no cualquier película. La cultura pop había impactado de tal manera en la fórmula del cine romántico que parecía que nunca iba a parar de fabricar, dentro de la cajita propia del género, formas de amar hasta el infinito: suertes de historias analógicas que perduraron a través del tiempo, jóvenes adultos en busca de su propósito de vida, donde las amistades eran un puerto seguro, las pasiones el único norte por el cual dejarse guiar, la vida cotidiana un poco caótica, sucia y sinsentido. La aventura romántica de cualquier protagonista de este tipo de películas cubría siempre las mismas instancias tan ansiadas y esperadas como, también, un poco fosilizadas: 

Meet cute: primer encuentro casual pero inusual, bastante cursi y hasta torpe; capaz de generar muchísima expectativa en que el dúo (que quizá todavía no sabe del todo que se gusta pero que el espectador sí) se convierta, finalmente y luego de mucho padecimiento, en una pareja feliz que come perdiz. 

Reencuentro: fugaz e inesperado, como si el destino les estuviera hablando. Empiezan a aparecer los grises en la dinámica vincular: quién tira, quién afloja. Ay, el tema de la crudeza devastadora de empezar a entenderse en un ritmo que pretende ser común. 

Escena bajo la lluvia: la manera más eficaz de probar y de exponer la química entre los protagonistas o, en su defecto, la terrible falta de ella. Malentendido: se enfrenta al espectador a la injusticia, la ansiedad y la desesperación de que, por una suerte de eventos desafortunados, algo entre los personajes haya salido terminalmente mal sin quererlo. Desgracia que concluye en una grandísima pelea dramática, otra parte fundamental en toda pieza romántica. Distanciamiento: cada uno de los involucrados pretende que otras cosas importantes están pasando en su vida: pretenden que tienen algo más interesante que hacer, algo capaz de disimular que están pensando cada minuto del día en su enamorado. 

Anagnórisis: el término aristotélico tiene vigencia como recurso narrativo de una manera muy especial en las comedias románticas: el protagonista verbaliza, de repente y casi como si un haz de luz le atravesara el cráneo y lo iluminara por primera vez y para siempre, la revelación, su deseo de amar y de ser amado, su reconocerse involucrado en el estadío del amor.

Gran gesto romántico: Como consecuencia de esa revelación, alguno de los dos protagonistas entiende que tiene que arriesgarlo todo o perderlo todo para siempre, razón por la que decide hacer algo alocado y heroico que lo acerque, de una vez y ojalá que para siempre, a su amor. El Gran Gesto tiene la potencialidad de convertir -o no- a una historia común en una romcom icónica y memorable. 

Ahora bien, ¿hay algo más allá de la fórmula? Sí, un camuflaje eficaz: opacidades, transparencias. Por más lógico que parezca, las romcoms funcionaban cuando funcionaban porque ocultaban un romanticismo ferviente lleno de héroes, exotismo y evasión, bajo el disfraz de un realismo puro y duro, envuelto en el detalle, la mímesis y la comprobación científica. Pero, muy por el contrario a esto, las comedias románticas no son más que una extensión de la ciencia ficción. El amor en la ficción mainstream es sin lugar a duda un concepto alien, venido de otro planeta, con otras reglas que uno jamás va a vivenciar, pero escondido detrás del antifaz de un mundo como el nuestro: mugriento, capitalista, mediocre, rutinario pero cercano al fin. Y esta cercanía resuena como una promesa de que sí, de que quizá también nos puede llegar a suceder a nosotros, de que también podemos ser recibidores de ese gran beso, de esa gran declaración, de ese amor turbulento que, al final del día, se estabiliza. Volviendo a citar a Quiero decir te amo, la obra que mencioné al comienzo: el amor es creer en algo en un mundo que no cree en nada. Ver cine romántico, quizá, como un ancla con la fe, con lo sagrado, con el autoengaño de que el amor no es estar parado en frente de un extraterrestre que simplemente se vistió por un ratito con nuestra ropa humana. 

¿Las romcom están muertas? 

Si este Frankenstein fabricado con comedia, romance y realismo mundano pareciera estar desapareciendo, puede que tenga que ver con el hecho de que, obviamente, la incorporación a la trama de las nuevas tecnologías elimina el factor analógico. Y el factor analógico aporta gran parte del misticismo propio de esa falsa creencia de un amor posible y auténtico a la vuelta de la esquina. 

Es que el ‘‘meant to be’’, esa sensación de que dos personas están destinadas a estar juntas, tiene como base la utopía del alma gemela (pensemos en la célebre frase de Phoebe en Friends: ‘‘Ella es tu langosta. Se sabe que las langostas se enamoran y se acompañan de por vida. Hasta podés ver parejas de langostas viejas, caminando alrededor de su tanque, agarrándose de las tenazas’’. La utopía del alma gemela también se fundamenta en el peregrinaje necesario para encontrar esa especie de aguja en el pajar, aquella persona única e irrepetible hecha para vos (algo que se evidencia en la frase que dice Celine en Antes del atardecer: ‘‘Por eso no se puede reemplazar a nadie, porque todos estamos hechos de pequeños y preciosos detalles. Por ejemplo, me acuerdo que tu barba tiene un poco de rojo, y cómo el sol la hacía brillar esa mañana, antes de que te fueras.’’. Me animo a decir que el amor, para funcionar en la pantalla, también tiene que ser necesariamente y en un grandísimo porcentaje analógico: chiquito, precario. 

Al incorporar las nuevas tecnologías a la trama, se incorpora también la globalización y la accesibilidad a la información constante, exhibiendo así la realidad vincular que hoy habitamos: en el mundo hay muchas caras, mucha gente, muchas formas de armar nuestro pequeño stand digital, de poner en modo público al diario íntimo, de vendernos bajo mil etiquetas que nos queden bien y de volvernos parte de un catálogo en el que todos somos efímeros, reemplazables y descartables. No hay langostas. No hay pequeños y preciosos detalles que nos diferencien de otra gente. Somos todos casi la misma cosa, hechos de lo mismo: plástico, metal y una biografía con límite de caracteres. El celular, los Whatsapps, las animaciones que ilustran intercambios de chats entre los protagonistas sobre una imagen saturada de dos personas amándose bien lejos nuestro, siempre con palabras casi publicitarias y cada vez menos con su cuerpo, puede ser lo que más esté destrozando al romance en la ficción. 

Al igual que le urgió a Zolá decir hace añares, debería urgir decir ahora. Si queremos que algo de eso que nos hizo felices de las comedias románticas perdure, hay que encontrar la forma de inyectarle sangre fresca a ese cadáver. Me gusta creer que no fue una muerte, que fue un acto cataléptico. Creer que acá estamos, en 2025, vivenciando desde el año pasado una suerte de resurrección. Y que la estrategia salvavidas fue explorada ni más ni menos que por dos recientes reversiones/adaptaciones de los 80s y los 90s: The fall guy y Twisters. 

En el primer caso: una mezcla de acción, aventura y romance. En el segundo caso: una mezcla de cine catástrofe, acción y romance. Tal vez el amor de las pantallas todavía tiene la fuerza necesaria para regenerar su chispa si deja de ser el único foco, si la máscara necesaria hoy es hacernos creer que esa historia de amor no es lo único que nos están contando. Resulta fundamental para recobrar su sentido e importancia que se evidencie que el amor no es todo, que no puede ser la columna vertebral de la trama, que en la actualidad solo funciona si es apenas una subtrama, un pequeño brote naciendo en medio del caos de intentar sobrevivir a un mal mayor. Me parece una reacción bastante lógica y post pandémica: si consideramos que al final todo horizonte de expectativa nos quedó roto, si entendemos que estamos más expuestos que nunca a nuestra fragilidad, a la certeza de lo pequeñísimos que somos frente a lo que no podemos ver. Nuestro subidón de azúcar: mezclar acción y catástrofe para calibrar la fórmula del género de la comedia romántica; esa es la sangre fresca que se necesitaba en estos tiempos. 

Twisters, reversión del clásico de los 90s, tiene buen ritmo, buenos giros, buen manejo de la tensión. Kate Cooper, la protagonista, es una ex cazadora de tormentas que se distanció de la actividad después de un encuentro traumático con un tornado junto a sus amigos en la adolescencia. Durante el presente del relato, se encuentra trabajando con la meteorología pero desde la seguridad de una oficina en Nueva York. Todo cambia cuando su viejo amigo Javi la convence de volver a la adrenalina de exponerse a las tormentas desde el cuerpo. En este regreso, se cruza con Tyler Owens, un influencer que documenta tornados junto a un equipo tan histriónico como extrovertido. Kate, interpretada muy precisamente por Daisy Edgar Jones, le da a este monstruo ficcional la cuota de realismo, de cercanía; incluso logra esto al comienzo, cuando se busca una actuación forzada para remarcar el paso del tiempo. Glen Powell, su coprotagonista, retoma al personificar a Tyler otra parte fundamental de la caja de herramientas de toda romcom: soft smile (sonrisa leve y suave), mirada pícara, capacidad de mantener la levedad en medio de la destrucción. Y así, en este híbrido que termina sin un beso pero sí con muchísima expectativa y un cosquilleo espectacular, revive de las cenizas la sensación ambigua de que el amor en el cine todavía puede existir: solamente que ahora debajo de la tormenta más aniquiladora y no de una lluvia pasajera e inocente. 

Quizá la clave era no negar que debajo de la opacidad, del disfraz del realismo, las comedias románticas son sin duda ficciones que proponen realidades alternativas; admitir esto para permitirnos soñar más allá del cuadrante del género: 

En The fall guy, adaptación que retoma la serie televisiva de los 80s, Colt Seavers (Ryan Gosling), un doble de acción, sufre una lesión grave durante el rodaje de una película que compartía con su enamorada, Jody Banks (Emily Blunt), parte del equipo técnico del filme. A partir de esto, se aleja de la profesión y, también, del amor. Tiempo después, decide volver a la adrenalina y al riesgo: se encamina a un nuevo rodaje pero no a cualquier rodaje; firma contrato para formar parte de una película dirigida por su antigua enamorada, a quien había dejado de hablarle, sin razones aparentes, luego del accidente. Hay algo interesante que surge de estos dos cuerpos tratando de encontrarse más allá de las adversidades y del enfrentamiento casi constante con la muerte real y, también, con esos pequeños duelos propios de vincularse en esta época: el ghosteo, por ejemplo. La forma que encontraron de contarlo fue exquisita: su ‘‘danza del apareamiento’’ no fue digital, sino analógica: en la primera parte sus diálogos son a partir de walkie talkies; a través de ellos intentan consumar el deseo mutuo mientras caminan divagando alrededor de todo el set. Meses después, al reencontrarse, distanciados y rencorosos, hablan del porqué de esa desaparición utilizando ahora un megáfono. En medio de actores y de técnicos, entre vestuarios de aliens y vaqueros, simulan hablar de la trama de la película cuando en realidad hablan de su propia trama. E intentan, así, entender esa nueva temporada de la cual ya estaban formando parte, esa segunda oportunidad en la que todavía hay dos cuerpos buscándose mutuamente de la única forma posible: peleando, reclamando, exponiendo sus diferencias en una escena grandiosa y, obviamente, analógica. 

En estas dos películas hay mafiosos, asesinatos, choques de auto, persecuciones, tiroteos, tornados, tormentas devastadoras, eventos climáticos sin precedente y, de fondo, casi como una música de sala de espera, una historia de amor, un hilo conductor finito y conmovedor que funciona como una esperanza, como un pequeño despertar, como la sensación de que algo que parecía muerto en realidad solo estaba dormido y que ahora vuelve, muy lentamente, a moverse en el mundo de los vivos. 

Apacienta mis corderos 

Para quienes amamos las historias, ya sea consumirlas o fabricarlas, nos queda de esto una gran lección: puede que haya que rendirse frente a las realidades degeneradas y destruidas. Entender que, de vez en cuando, a veces cada siglo, a veces epidemia mediante, solo nos queda admitir que no sabemos mucho de nada, que no es suficiente resguardarse ante la tranquilidad de una fórmula. Nos queda volver a preguntarnos, en una suerte de loop ancestral o de mantra infinito, al igual que se preguntó alguna vez Zolá, de qué manera se le puede inyectar esa sangre fresca capaz de devolverle verdad a la ficción. Sí, podríamos relajarnos frente a la pretensión del no riesgo que nos propone una caja genérica de fórmulas, descansar en la utopía de un método científico en el arte; pero cuando deja de funcionar no queda otra opción que ponerle el cuerpo, que sacar a la mente del tablero y ver con qué nuevas piezas estamos dispuestos a jugar. 

Y para quienes no solo amamos las historias, sino que amamos particularmente las historias de amor, nos queda pensar en eso que alguna vez supo decir María Elena Walsh: aunque hayamos envejecido, el dolor siempre parece un bebé recién nacido. Quizá, volver a exponer a las romcoms a lo analógico, a lo rudimentario y, sobre todo, a la necesidad de supervivencia, nos conecta con nuestro lado más humano, más visceral: somos bebés, llorando un mundo, llorando este mundo, el nuestro, buscando un par de ojos que nos devuelvan la mirada. Por eso, en narrativas donde el mundo efectivamente colapsa el amor parece más verdadero, más cercano, más parecido a nosotros, a nuestro dolor y a lo que hoy podemos: que es poco, aunque todavía suficiente. 

Ah, la semana pasada me encontré con una iglesia y entré. Entré y sonaron campanas como enmarcando mi curiosidad en ese soundtrack eclesiástico. Atrás mío caminó el cura, quien dio comienzo a una misa a la que decidí quedarme. Leyó Juan 21:15. Pasaba algo así: Jesús, luego de resucitar, se presenta frente a sus discípulos. Le habla a Pedro y le pregunta si lo ama. Pedro responde que sí. Jesús vuelve a insistir. Pedro repite nuevamente que sí. Jesús vuelve a pedir que confirme su confesión de amor y Pedro, confundido y entristecido, confirma su amor pero le cuestiona el porqué de tanta insistencia. Finalmente, Jesús dice: ‘‘Pedro, apacienta mis corderos’’. Los corderos, según la lectura del cura, funcionan como metáfora de ese pueblo, de ese bien mayor, de eso único que importa, de una confianza absoluta que espera a cambio, solamente y al menos, escuchar que el amor también puede ser una certeza. Ahora bien, los corderos en esta lectura, también y tal vez, funcionan como metáfora de la neurosis, de la imposibilidad de alcanzar una calma en un mundo tan sobreestimulado y tan multivectorial que no entiende bien cómo hacer para permanecer en algún lado sin correr el riesgo de fragmentarse en mil pedazos. Quizá, unos ojos que se cruzan con otros ojos, una mano que roza otra mano en medio de la gran tormenta del siglo sea lo más honesto que nos quede por decir; el único remedio orgánico capaz de cuidar a nuestros corderos, de calmarlos, de detener las fluctuaciones de una mente. Y por eso, creo que estos híbridos hechos de acción, catástrofe, comedia, aventura y romance pueden tener la fuerza necesaria para que volvamos a rezar cada domingo frente al televisor.