Pantallas
Leer, escribir al amanecer
Por Santiago Pérez Bracamonte
26 de agosto de 2025

“Para ser separado no es suficiente nacer, haber nacido. Hace falta sin duda haber encontrado en esta soledad una respiración nueva, un espacio para sí mismo, haber podido desplegar su cuerpo y plantado sus raíces. Si no, en su defecto, es el retorno imposible al vientre materno, la atadura a ese o esa que hará revivir lo más próximo a esa sensación fetal, acurrucarnos lo más cerca de los latidos del corazón del otro”
Anne Dufourmantelle
“K. se dará cuenta de que si la ley sigue siendo incognoscible no es porque se retire a su trascendencia, sino simplemente porque carece de toda interioridad: está siempre en la oficina de junto, o detrás de la puerta, en el infinito (esto se veía ya desde el primer capítulo de El proceso, donde todo sucedía “en el cuarto de al lado”).”
Deleuze y Guattari
“25 de febrero: Una carta.”
Franz Kafka
Últimamente
Escribo al amanecer. Tengo la suerte de despertarme en un barrio de la ciudad de Buenos Aires donde aún se puede escuchar el canto de los pájaros. El ventanal de mi balcón da al jardín de varios de mis vecinos y la vista se compone de una serie de árboles entre los que identifico un limonero, algún tipo de conífera -que en mi ignorancia solamente puedo nombrar como pino– y otros frondosos cuerpos verdes que dan la sensación de vivir en una especie de resto inmanente de construcciones que han ido creciendo entremezclándose con la vegetación espontánea de diversos años de vida vecinal. Veo amanecer y, salvo las aves, mi gato, Opulup, y cada tanto el ruido de algún tren, el silencio es lo que más se hace oír.
Esto, lamentablemente, sólo durará hasta las ocho y cuarto de la mañana, cuando el ruido de taladros y amoladoras que vienen de las varias construcciones que comenzaron en estos meses, irrumpan invadiendo cada punto del departamento haciendo imposible leer, escribir o incluso seguir durmiendo. Es una pena ya que en mi balcón el sol va llegando con el correr de las horas y uno podría tenderse a contemplar el día como lo hacen los personajes de la película de Almodóvar, La habitación de al lado, y los habitantes del cuadro de Hopper “Gente al sol”. Así que aprovecho las horas que me quedan con cierta calma para continuar escribiendo mientras veo el movimiento de la luz proyectándose poco a poco en más hojitas, que cambian de tonalidad y se vuelven, casi diría, más verdaderas, minuto a minuto.
Comencé a leer a Franz Kafka el año pasado, ayudando a rendir un examen de literatura a mi hermano. Tuvimos que leer La metamorfosis en una noche que se nos hizo eterna, en lo atemporal, porque frenábamos cada dos oraciones, llenos de extásis y alegría: no podía ser lo que estábamos leyendo. Risas, carcajadas, consternación, horror, bronca y más risas. Cómo alguien pudo haber escrito algo así. Leíamos diferentes traducciones, frenábamos, además, para compararlas. A cada párrafo notábamos cómo se iba produciendo, mientras la noche se estiraba, otra transformación. Ahora, desde esa madrugada, éramos lectores de Kafka. Después nos zambullimos, cada uno por su cuenta, en la obra.
Desde ahí es donde escribo. Desde esa frontera en la que dejo de ser yo para ser, componer, con otro y volverme a zambullir, luego, en ese río que se abre, en la lectura y la escritura. Un movimiento de frontera en el que recorremos, perdiendo el rumbo o hallando, con mucho esfuerzo un reguero del futuro, las huellas de un pasado que aproxima el porvenir o un imposible amanecer en el horizonte. Me encuentro, en este momento, montado sobre Kafka. Es cabalgando sobre su literatura, como arriba de una colina, que uno observa y lee. Kafka amplía un espacio, una circunferencia, y busca, en la intimidad con su interlocutor, una cercanía para poder así, una vez dispuesta la distancia mínima donde la sensibilidad maternal acaricia de palabras al amado (la amada) lectora, hacerse de un espacio contiguo, una habitación casi al lado de las palabras del otro (desde Max a Milena), para guarecerse, construir una madriguera propia, desde donde pueda surgir otra línea de lectura. Una salida, pero una salida junto a otros, a través de los otros. Imposible sin el compartir la escritura, sin compartir la vida. Esa intimidad, cuidadosamente establecida y celosamente defendida, no deja de desnudarse a cada palabra, señalando cada parte de su constitución.
Franz, como K., es un agrimensor. Agrimensor de su cuerpo, de su escritura, de su deseo y de ese espacio que se abre entre uno y los otros. Está atento a esa relación -en algún sentido inalienable- que se establece entre uno y la Historia. Con Kafka nos volvemos, nosotros también, agrimensores que porque medimos la distancia infinitesimal que nos separa en el tiempo, el espacio y la cultura, buscamos una salida de la jaula o una entrada, siempre esquiva, al castillo. Creo reconocer que desde Kafka, entonces, de alguna manera, es desde donde vi esta película de Almodóvar.

El cine de mi barrio ya me mostró la escena
La película comienza siguiendo al personaje de Ingrid, una escritora que escribe para “entender y aceptar la muerte”, siendo que le parece algo “antinatural” y que sin embargo, acude al pedido de compañía de su amiga Martha, a la que le diagnosticaron cáncer y que, tratamiento mediante, está por morir. Martha compró una pastilla para darse la eutanasia y le pide a su amiga que se quede junto a ella en la habitación de al lado de una casa en las afueras de New York, un lugar bello, amable, desconocido y por lo tanto le haga menos dificultosa la despedida. La idea tiene que decantar y, si bien la urgencia terminal esboza un dejo de insistencia por parte de Martha, lo notable es que en esa amistad, hecha de relatos y narraciones, frente a la muerte, ellas comienzan a recordar, charlan, se escuchan, se esperan y van, como tanteando, recomponiendo una relación donde el cariño y una ayuda tangencial, que consiste simplemente en estar ahí, va tomando lugar. Ingrid dice que sí, y Martha luego le recordará “sos mi invitada”.
Luego se van sucediendo memorias: Martha fue corresponsal de guerra, su vida siempre trató de moverse a partir del deseo. A partir de la escritura encuentra nuevos refugios entre cuerpos, donde señala lo terrible del momento y se entrega al amor y al sexo mirando a la muerte a través de los ojos de sus amantes en la zona de guerra. Tiene una hija, Michelle, pero nunca fue “lo que se espera de una madre”, el padre, veterano de la guerra de Vietnam, ausente, muerto en la locura de postguerra, es una herida que no cerraron y que vela la distancia entre estas dos mujeres, que aún teniendo el mismo rostro, no se sienten familia. Ingrid, por su parte, escribe sobre esos intersticios del amor de las vidas ninguneadas de mujeres importantes, artistas que quedaron en la sombra, de otras guerras, donde la muerte, poética y fatal, de todos modos no deja de hacerse eco. Allí aparece el triángulo amoroso de Dora Carrington, Lytton Strachey y Virginia Woolf, también como un eco novelado de un ex amante compartido por las dos amigas que recuerdan entre risas cómplices su desempeño, diciéndose que de esos momentos donde el deseo se despliega está hecha la vida. Y como en una de las historias que se cuentan sobre la guerra, donde dos hombres se refugian el uno en el otro para quedarse y defender el territorio, las ganas y la fuerza vital toman lugar en la certeza de que “el sexo es lo mejor para enfrentar la muerte”.
Idiorritmia
Quizás lo más hermoso de la película es su ritmo, un ritmo tranquilo, de contemplación, donde el silencio dice más de lo que calla. Tiene toda la fuerza puesta en la vibración de las imágenes, en la música de Alberto Iglesias, en la luz que entra en escena, de un modo similar al que entra en los cuadros de Hopper, en la impactante actuación de ambas actrices, en la belleza de los atuendos, en la sutiliza de la dirección de arte. Es una película que no le escapa al artificio, diría que lo acentúa y, si bien tiene un guión repleto de palabras, citas, opiniones y referencias, encuentra la manera de narrar permitiendo esa espera que precisa la escucha. Un ritmo cansino y amoroso, que permite ir pasando por uno lo que se está viendo, casi como si estuviéramos leyendo un libro. Como si nosotros también nos estuviéramos despidiendo de la protagonista al mismo tiempo en que nos sumergimos, a través de la película, en la vida: en su vida y en la nuestra.
Porque de algún modo es, también, una invitación a vivir buscando un ritmo a contrapelo de la velocidad que impone la realidad capitalista. Nos dice: no es en la ley del Estado, ni del mercado, por donde pasa la cosa, aunque esta se quiera imponer; y en todo caso, esa es otra guerra -contra la violencia implacable del poder, del incesante aniquilamiento del otro, de la necedad de una ley que se pretende totalizante y que se dice accesible y al alcance de todos, cuando no lo es-, esa es otra batalla, que vale la pena dar. Aunque cada vez más pareciera haber un mercado para todo, no todo es mercado. Los personajes de Martha e Ingrid entienden esto y se mueven de tal manera, que la defensa a la acusación de complicidad frente a la eutanasia, como suicidio asistido, se vuelve bastante sencilla tan genuina y potente, que ocupa un momento breve, donde el discurso del poder político-religioso queda desarmado.


Estoy viviendo aquí, en este mundo abandonado
Hay una canción de Rosario Blefari que dice así:
Tomaste mi lugar/ Algo se va sin fin/ A otra parte/ No sé si vos también/ Qué lástima me da/ Pensar que tal vez no/ Los dos silencios al teléfono/ Escuchamos la respiración/ La misma ropa que esa vez/ La llevo ahora todos los días/ Dos en uno, uno en dos/ Es la casualidad/ Un arreglo imposible/ Si pasamos tan ligero/ No me quiero distraer/ Partir y renunciar/ Sabiendo que vos/ No sos mi fiesta/ Qué lástima me da/ Pensar que tal vez, sí/ Los dos silencios al teléfono/ Escuchamos la respiración.
La posibilidad de la despedida también es ese silencio compartido, último anhelo de abrazo amoroso, como la posibilidad de una amistad que acompañe la partida en la decisión que se presenta como dignidad de una potencia humana. El silencio en el teléfono, el silencio de plena musicalidad que es una carta, como habitación que ya no es la habitación de al lado (habitación de la ley, en relación de vigilancia, como en El proceso) sino una habitación cercana, desde donde la contemplación, la amistad, el cuidado y la conspiración se hacen testigo lúcido de que se ha vivido una vida hasta el final y que esa vida, en su vitalidad y su multiplicidad, es, a su manera, eterna.
En la película, además, la maternidad toma otro lugar del que suele tener socialmente y otro lugar del que tuvo en otras películas de Almodóvar. En un primer momento aparece la idea de una maternidad no buscada pero deseada, luego los vaivenes de ser madre soltera y escritora, corresponsal de guerra y finalmente, tras un leve manto de resignación frente a la separación -más bien violenta y atravesada de pasiones- de la madre y su hija que se irá tornando a su modo aceptación, el ser madre se resignifica con la aparición de esa hija que toma el lugar que dejó su madre, tras la muerte, con diferencias mínimas, casi imperceptibles, pero existentes, que dicen algo de una vitalidad propia de lo materno que todos llevamos como herencia y una fuerte potencia en la vitalidad del porvenir, aún como repetición. Con todas las razones contingentes de la distancia, los enojos, las peleas, lo imperdonable, esta hija llega a la casa donde eligió morir su madre y sin siquiera pensarlo, como si fuera un ritual laico se tiende en el mismo lugar en el que lo solía hacer ella, junto a su amiga, a mirar el paisaje, dormitar, tomar sol y finalmente ver caer la nieve, como un principio y un final.
El resquicio del lenguaje materno, ajeno a toda capitalización, se hace un lugar en la escritura, en el lenguaje poético, en la praxis de una vida, en el arte de vivir. Es la apertura hacia el mundo, la sensibilidad de abrazar y dejarse abrazar por un afuera. Es en los silencios compartidos donde quizás más se despliegue esta sensibilidad de estar para otro, un silencio que se abre en pregunta, en canto, en llamado. Lo contrario al silencio de las sirenas, como un canto que, amenaza mediante, narra la potencia de la vida solo para aquellas personas que se permitan escuchar la musicalidad de la cultura que resiste, el latido que se vuelve vibración y emerge como voz, que sin dejar de decir sobre la madre, crece hacia una vida en tensión, una independencia por la que luchar.
De ese saber hacer con el ritmo y la repetición se trata el arte, hacer el amor: son los caracteres de una batalla que se da por aproximación. Haciendo el recorrido del borde de una vida, de un cuerpo, de una mirada, se cuenta una posición que nos dice algo de nuestro propio estar en el mundo. No se trata tanto de tomar cada desvío, cada escena, cada oportunidad de efectismo, sino de señalar los puntos de fuga de un hecho en el momento de su desmoronamiento. La falla y la repetición como la fractura de la tierra que se abre, una y otra vez. Y al igual que Kafka, comprender la segmentación, como la fragmentación de la muralla china, de esa vida que tiende al infinito, que se erige de a bloques imperiales, pero que siempre se puede restituir a un ahora y a una enunciación que es ante todo singular. Se trata de entender que vivir es una praxis de lo imposible en lo posible, un inagotable ansia de saber, de asombro, hasta el final, un final que no termina de terminar y que todo el tiempo está comenzando.
Tengo la ilusión de morir amando donde estoy
En un momento las protagonistas observan una buena imitación de un cuadro de Hopper donde las personas parecieran contemplar con calma y entusiasmo lo que vendrá, mientras uno de ellos, un poco más atrás, lee.
Si el hecho pictórico es eso que se produce en el encuentro entre el movimiento y el tacto de una mano y un ojo, si eso que se produce es cierta relación entre el momento en que se pinta la obra, la representación de un hecho que surge de ella y el momento de recepción de la misma, y si de estos tres momentos podemos percibir una suerte de síntesis que sería aquella experiencia, más o menos variable, de una porción de realidad, la ilusión al menos de que se ha fundado -o fundido- un mundo, que está más allá del tiempo, o produce, así mismo, su propia temporalidad, podríamos inferir que en el cuadro (como en el film) esa experiencia, ese mundo, es tanto la mirada del porvenir como la lectura en busca de sentido y la creación siempre esquiva, siempre más acá, de esa misma realidad, de ese futuro que se atisba presente y que se desprende del pasado, proyectando una sombra, como el propio movimiento del sol.

Un poema de Juana Bignozzi:
“Sólo el amor justifica una vida
¿conocí a alguien viviendo de esa forma primitiva
en la que no entra el empecinamiento de la pasión
ni la luz fría del odio
o tal vez la sombra turbia de la convivencia?
si el amor es la respuesta a la vida
y a todas sus superestructuras
la respuesta a la muerte
que allá lejos quedó sin nombre
es lo que nos permite vivir”.
Kafka, una vez más
Kafka, en una casa de campo, sumido en la lucha contra la tuberculosis -una lucha que ya se sabe inutil y que, sin embargo, no deja de asombrar y llenarlo de vitalidad aún en la agonía-, observa un escarabajo que se balancea patas arriba entre la vida y la muerte, para decidirse por fin -fin de un instante de contemplación que pareciera eterno- volver a escribirle a Milena.
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