Pantallas

Esto no es una crónica de viaje

¿Por qué siempre resaltar una antropología negativa del ser humano? En este texto acompañamos al autor a descubrir al director finalndés Aki Kaurismäki, quien le ofrece nuevas formas de sentir la distancia, la migración y el optimismo sobre la humanidad.

Por Federico Aresté
01 de agosto de 2025

Los días pasan sin trabajo en Italia y no hago más que salir a correr, tomar cerveza, tirarme en la playa, mirar películas, comer, escribir, escuchar música, leer, tomar vino, tomar cerveza otra vez, dormir, y así. 

En cualquier momento me toca empezar a trabajar. 

Y trabajar cansa. 

Agarrar un trabajo cualquiera en un bar. Cuidar a un señor mayor. Cortar el pasto. Limpiar pisos. Etc. 

La primera de las películas que veo de Aki Kaurismäki es Le havre (2011). Un pueblo,el puerto,un perro,el mar,la frontera. 

La solidaridad como forma de vida con los otros. Gente que emigra y hace de todo para hacer pie en el mundo y empezar de nuevo. Con una fuerza que también es música y comunidad y poesía. Una fuerza que hace amistad alrededor del fuego. Hace ritual. 

Kaurismäki es un militante total del optimismo. Y el final de Le havre es de una justicia poética hermosa. Lo bueno triunfa y trae recompensa. Hacer el bien desinteresadamente llena todo de bien, trae todavía más bien. El cerezo florece. Y con él florece también el amor por la vida y dan más ganas de creer en los demás. 

La segunda es The man whitout a past (2002). Acá ya el comienzo es con otro tipo de violencia. Una estetización de la violencia más física y demoníaca que se justifica desde el placer que genera en quienes la producen. La maldad humana acecha con toda su rabia desde el principio y deja al protagonista al borde de la muerte. Pero de nuevo aparece la bondad como en Le havre. La bondad como un ejército de salvación. 

Sin embargo, hay algo en ese optimismo que propone Kaurismäki que cuesta. Una bondad incómoda que insiste y aparece en muchas de sus películas una y otra vez. Como si vivir de un modo distinto a la manera mainstream que nos propone este mundo, fuera posible de verdad. Como si frente a una realidad hostil la tarea del cine fuera la de militar la esperanza. ¿Por qué siempre resaltar una antropología negativa del ser humano? De eso se encarga el mundo y sin demasiados problemas. El cine, pareciera que nos dice Kaurismäki, debe poder mostrar otros modos de vida posibles. Modos de vida que también existen, claro, pero que frente a la crueldad y a los valores inhumanos que se nos ofrecen, se vuelven menos comunes, más exóticos. Las películas parecieran tener así una función vital bien clara: aliviar y dar esperanzas. Al salir de la sala oscura donde todos somos iguales, tenemos que poder sentirnos un poco mejor. Como si el cine fuese la nueva iglesia universal. 

Cosas que aparecen en las películas de Kaurismäki: 

Un cantante de rock and roll que dejó de cantar para siempre porque se peleó con su mujer. 

Vecinos buchones. 

Un hombre que quiere matarse y no tiene valor y contrata a un asesino a sueldo. 

Vecinos que hacen de todo para ayudar a los demás. Organizan fiestas para juntar plata. Se arriesgan a tener problemas con la justicia. 

Bares y música y gente que toma el aperitivo todos los días en el mismo bar, y en silencio. 

Un hombre que se escapa de la cárcel para casarse y pone de testigo a un guardia de seguridad. 

Una mujer internada en el hospital a punto de morir que se maquilla para recibir a su marido. 

Un jefe de policía que se parece al sargento Cruz del Martin Fierro: se da vuelta para el bando de los débiles. 

Un pibe de doce años que es amigo de un señor de setenta. 

A veces hay tango y suena Gardel. 

Mujeres que manejan la plata de la casa. 

Flores. Muchas flores. 

Chicos rubios y pobres. 

Ropa secándose al sol. 

Gente que le canta a Dios. 

Hombres y mujeres grandes y solos que se enamoran y se salvan. Un adolescente que dice que la ciudad donde nació le parece extraña. Desconocidos que toman café y hablan de cómo se forman los recuerdos. Una mujer que sobrevive a una enfermedad terminal de milagro.

Un hombre que sobrevive a una paliza de milagro. 

Personajes de quienes no sabemos nada de sus pasados. 

Un hombre que cobra el sueldo y lo primero que hace es invitar una cerveza al amigo. 

Un médico que atiende a sus pacientes con la radio a todo volúmen. Policías que primero son vecinos, amigos. Personas antes que policías. Una señora que le dice a otra que Dios trabaja de maneras misteriosas. Un hombre que se golpea la cabeza y no recuerda su nombre. 

Un señor que cocina y guarda el tenedor en el bolsillo del saco. 

Es el mismo señor que vive en un contenedor y tiene una rockola para escuchar música. 

Una madre que le explica a su hija que la misericordia de Dios sólo reina en el cielo, y que acá en la tierra, nos debemos ayudar entre nosotros. Una escena que es igual a una pintura de Goya. 

Hay todo esto y hay mucho más. 

Pero sobre todo hay en las películas una fuerza que las atraviesa y las une: todos somos, de alguna manera, extranjeros en los lugares donde estamos. Lo entranjero tiene que ver con la propia existencia: el extranjero en mí, dijo alguna vez N comentando la novela de Camus, sugiriendo el nombre para alguna actividad que nunca hicimos. Porque se puede ser completamente extranjero en la casa propia, en el barrio, en el país en el que nacimos. Y esa idea, a miles de kilómetros de distancia de mi familia y de mis amigos, no sé bien por qué, me hace sentir bien. El cine de Kaurismäki me hace sentir bien. 

Y eso, hoy, es lo que verdaderamente importa.