Literatura
Sobre la escucha
Por Federico Aresté
25 de junio de 2025

Mi agradecimiento es para la gente que habla, para la gente que se mueve, mira, ríe, gesticula…
Ricardo Zelarayán
Estoy viviendo en Italia y quiero aprender italiano.
Vine sabiendo poco y nada, pero con muchas ganas de aprender acá todos los días.
Veo películas en italiano. Busco literatura en italiano. No recuerdo haber tenido antes está sensación tan clara de entender muy poco lo que leo, de ir avanzando tan despacio, lleno de dudas.
¿En qué momento me llené de tantas certezas sobre mi propia lengua? Leo y recupero algo de esa imposibilidad de todo lenguaje, algo que la naturalización de mi propio idioma había bloqueado. Una sensación de intemperie, y al mismo tiempo, de juego poderoso: la fascinación de aprender maneras nuevas de nombrar las cosas. También de entender la cercanía con algunas palabras que fuimos incorporando por el lunfardo argentino sin demasiadas preguntas, y que ahora y acá hacen sentido. Ejemplo. Fare un giro: dar una vuelta. Y yiro en lunfardo es una prostituta que trabaja en la calle. Y también es una expresión que se usa para referirse a alguien que está todo el día fuera de su casa, callejeando: te la pasas yirando, me decía la abuela cuando volvía muy tarde en el pueblo, después de pasar horas y horas en la calle haciendo nada con amigos.
Todo un prostituto del ocio y del tiempo libre desde pibe.
Lo primero que leo en italiano es una novela de Pirandello: Uno, nessuno e centomila, de 1926. En la historia que creo entender, con ayuda cada tanto del diccionario, el protagonista se mira al espejo y descubre un defecto en su nariz. Tiene veintiocho años y ese descubrimiento es suficiente para generarle una crisis existencial. ¿Cómo nunca antes se detuvo en eso? ¿Cuánto tiempo lleva ahí ese defecto? ¿Cómo puede ser que su mujer lo había notado antes, y nunca se lo dijo? ¿Qué pasa con todas esas seguridades que construimos sobre nosotros mismos y nuestras relaciones con el mundo? ¿Qué pasa cuando todo eso desaparece?
Creo que es posible establecer una relación entre las certezas que construimos alrededor de quienes creemos que somos, certezas que se integran al relato que nos hacemos de nosotros mismos, y la ilusión de seguridad que nos genera nuestra lengua materna. Ambas ilusiones de certeza son necesarias para hacer pie en la realidad. Y cuando alguna de esas ilusiones se rompe, el mundo se vuelve a expandir con vértigo frente a nosotros, y nos hace temblar y tenemos que ordenar las cosas de nuevo.
Además de Pirandello, releo a Ricardo Zelarayán.
La piel de caballo, las moscas, la noche.
Esa tríada de imágenes que se repiten en el texto y que son las marcas vitales en la existencia del personaje. Un “pequeño burgués, marginal y resentido”, como el mismo autor lo caracterizó, que rápidamente podemos identificar con el tiempo de las mudanzas masivas hacia Buenos Aires en el siglo XX. Es imposible leer Piel de Caballo (1986) sin ese fondo político, social y cultural que aparece una y otra vez.
Alguien dijo alguna vez que la prosa de Zelarayán es una mezcla entrerriana de la gauchesca, los malditos franceses (fundamentalmente Rimbaud, Baudelaire, y Céline), y las aventuras callejeras de los personajes de Roberto Arlt. La prosa, que bien puede tener esa riqueza como tradición de orígen, es tan potente y novedosa que genera un encantamiento automático. Interjecciones y onomatopeyas, soliloquios que aparecen a cada rato. Todo un arsenal de recursos estilísticos puestos en la construcción del texto que lo vuelven fascinante. Armonía, contrapunto, disonancia, polirritmia. Música. Lenguaje:
“Yo no era mirón, era escuchón. ¿Estamos? Escuchar sin mirar era el verso, el mío.”
La escucha permanente, el oído como órgano fundamental de la escritura, y de la lectura. Este es de algún modo el método de Zelarayán. Son los sonidos que rodean al personaje, lo que construye el mundo particular de la novela. Aunque no se trata de un simple pasaje de la oralidad a la escritura. Se trata más bien de un procedimiento que hace pasar por el tamiz de la creación literaria toda esa materia caótica y dispersa que aporta la escucha en tanto acción voluntaria. Porque la escucha no es el mero oír, es una acción compleja que involucra una predisposición activa de la voluntad y de la sensibilidad. La escucha es una actitud, una forma de estar y de relacionarse con el mundo.
No recuerdo donde leí todo esto sobre la escucha.
De algún lado lo saqué. ¿Barthes, quizás?
Mío no es. No importa.
En la historia que cuenta Zelarayán hay personajes y pasan cosas, claro. Hay acción como en toda narrativa. Pero esos personajes y esas cosas que pasan son lo que son por cómo las voces dicen lo que dicen. La lectura se vuelve sonido. Las voces que hablan performan la realidad con una estética particular.
Si hacemos el ejercicio de resumir el tema de la novela nos bastarían unos pocos renglones. Ahí no está en absoluto su mayor virtud.
Lo que hace al texto de Zelarayán un gran texto es la multiplicidad de voces superpuestas, los tonos diversos, la puntuación, el procesamiento de escuchas fuera de contexto que se reencausan a favor de la construcción literaria. Todo un lenguaje que se entremezcla para producir un ritmo narrativo como no hay en la literatura argentina.
Quizás toda esta relación entre la musicalidad y las cosas, entre los sonidos y las palabras, quizás todo esto pueda ser explicado por el hecho de que ambos, música y lenguaje, se dirigen al oído. Y quizás toda esta reflexión sobre la oralidad, sobre lo necesario de ser un escuchón permanente, tiene que ver con mi curiosidad por escuchar cómo hablan los italianos, para aprender a hablar italiano. Una curiosidad lúdica por las palabras y los sonidos, por los gestos. La emoción de aprender a nombrar las cosas de otra manera. Con ese método bien Zelarayán, ya no para la creación literaria, sino para vivir.

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