¿Quién dice que las peronistas no podemos ser feministas?

Paloma Dulbecco* Micaela Gentile**


Feminismo y peronismo. Ambos son movimientos políticos, tienen corrientes internas y generan identidad. Una fuente reconocida del primero es la exterioridad que estableció la razón iluminista francesa en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano en 1789, antecedida por otros focos, también eurocentrados, de la querella vindicativa de las mujeres. El otro surgió dentro de los confines del Estado-nación argentino casi a mediados del siglo XX, pero sus raíces se remontan a reivindicaciones anteriores que también hicieron mella.

También comparten la ausencia de una definición única, permanente y no-situada de sí. Por una parte, el feminismo implica la aceptación de tres principios: uno descriptivo, que dice que en todas las sociedades las mujeres –y las identidades sexo-genéricas disidentes– están peor que los varones; uno prescriptivo, que asume que no es justo que esto sea así; y uno práctico, que nos moviliza a hacer todo lo que esté a nuestro alcance para impedir y evitar que eso siga siendo así (Maffía, sf). Por la otra, el peronismo se entiende, como todo proceso político, a través de tres principios: es relacional, nunca existió sin el antiperonismo; es heterogéneo y, en consecuencia, corresponde referir a éste en plural –como algunas y algunos sostenemos también con respecto al movimiento feminista–; y es histórico, por ende, situacional (Grimson, 2019).

Esta característica común para nada es una falta. Al contrario, les provee en sí mismos como movimientos la potencialidad para la acción. En cada caso, con una orientación mentada: la igualdad y la justicia. Por eso, quienes militamos en uno u otro –o en su síntesis– renegamos de los sistemas de medición y sus correspondientes instrumentos, ya sea el feministómetro o el peronómetro, porque obturan el conflicto político constitutivo.

La historiadora y periodista argentina, Araceli Bellota (2019) se pregunta en su último libro una cuestión que nos parece central como crítica al punto de partida que nos toca: “¿por qué las peronistas no podrían ser también feministas y no se objeta del mismo modo a las liberales y a las marxistas, pese a que sus revoluciones consideraron a los derechos femeninos como una variable secundaria?”.

Si bien en cada vez más vastos sectores de la sociedad dejan de existir cuestionamientos a la “pertinencia” del feminismo en el peronismo –como si existiera un carnet de ingreso–, es fácil encontrar agudos reproches que intentan clausurar debates y dejar fuera a grupos de mujeres y disidencias sexuales. No es nuestro objetivo detenernos en las críticas, sino más bien reflexionar sobre lo que consideramos los cimientos y los horizontes de la lucha feminista en el peronismo.

También comparten la ausencia de una definición única, permanente y no-situada de sí. Por una parte, el feminismo implica la aceptación de tres principios: uno descriptivo, que dice que en todas las sociedades las mujeres –y las identidades sexo-genéricas disidentes– están peor que los varones; uno prescriptivo, que asume que no es justo que esto sea así; y uno práctico, que nos moviliza a hacer todo lo que esté a nuestro alcance para impedir y evitar que eso siga siendo así (Maffía, sf). Por la otra, el peronismo se entiende, como todo proceso político, a través de tres principios: es relacional, nunca existió sin el antiperonismo; es heterogéneo y, en consecuencia, corresponde referir a éste en plural –como algunas y algunos sostenemos también con respecto al movimiento feminista–; y es histórico, por ende, situacional (Grimson, 2019).

Esta característica común para nada es una falta. Al contrario, les provee en sí mismos como movimientos la potencialidad para la acción. En cada caso, con una orientación mentada: la igualdad y la justicia. Por eso, quienes militamos en uno u otro –o en su síntesis– renegamos de los sistemas de medición y sus correspondientes instrumentos, ya sea el feministómetro o el peronómetro, porque obturan el conflicto político constitutivo.

La historiadora y periodista argentina, Araceli Bellota (2019) se pregunta en su último libro una cuestión que nos parece central como crítica al punto de partida que nos toca: “¿por qué las peronistas no podrían ser también feministas y no se objeta del mismo modo a las liberales y a las marxistas, pese a que sus revoluciones consideraron a los derechos femeninos como una variable secundaria?”.

Si bien en cada vez más vastos sectores de la sociedad dejan de existir cuestionamientos a la “pertinencia” del feminismo en el peronismo –como si existiera un carnet de ingreso–, es fácil encontrar agudos reproches que intentan clausurar debates y dejar fuera a grupos de mujeres y disidencias sexuales. No es nuestro objetivo detenernos en las críticas, sino más bien reflexionar sobre lo que consideramos los cimientos y los horizontes de la lucha feminista en el peronismo.


También comparten la ausencia de una definición única, permanente y no-situada de sí. Por una parte, el feminismo implica la aceptación de tres principios: uno descriptivo, que dice que en todas las sociedades las mujeres –y las identidades sexo-genéricas disidentes– están peor que los varones; uno prescriptivo, que asume que no es justo que esto sea así; y uno práctico, que nos moviliza a hacer todo lo que esté a nuestro alcance para impedir y evitar que eso siga siendo así (Maffía, sf). Por la otra, el peronismo se entiende, como todo proceso político, a través de tres principios: es relacional, nunca existió sin el antiperonismo; es heterogéneo y, en consecuencia, corresponde referir a éste en plural –como algunas y algunos sostenemos también con respecto al movimiento feminista–; y es histórico, por ende, situacional (Grimson, 2019).

Esta característica común para nada es una falta. Al contrario, les provee en sí mismos como movimientos la potencialidad para la acción. En cada caso, con una orientación mentada: la igualdad y la justicia. Por eso, quienes militamos en uno u otro –o en su síntesis– renegamos de los sistemas de medición y sus correspondientes instrumentos, ya sea el feministómetro o el peronómetro, porque obturan el conflicto político constitutivo.

La historiadora y periodista argentina, Araceli Bellota (2019) se pregunta en su último libro una cuestión que nos parece central como crítica al punto de partida que nos toca: “¿por qué las peronistas no podrían ser también feministas y no se objeta del mismo modo a las liberales y a las marxistas, pese a que sus revoluciones consideraron a los derechos femeninos como una variable secundaria?”.

Si bien en cada vez más vastos sectores de la sociedad dejan de existir cuestionamientos a la “pertinencia” del feminismo en el peronismo –como si existiera un carnet de ingreso–, es fácil encontrar agudos reproches que intentan clausurar debates y dejar fuera a grupos de mujeres y disidencias sexuales. No es nuestro objetivo detenernos en las críticas, sino más bien reflexionar sobre lo que consideramos los cimientos y los horizontes de la lucha feminista en el peronismo.

La primera ola: Eva, el sufragio y el Partido Peronista Femenino

Así como en Argentina el feminismo no empezó con #NiUnaMenos, la participación de las mujeres en política no comenzó con el peronismo. La lucha por el voto realmente universal se destacó desde las primeras décadas del siglo XX, pero tuvieron que pasar varios años para que llegara a consagrarse como un derecho en 1947. Julieta Lanteri –del Partido Feminista Nacional–, Alicia Moreau de Justo –del Partido Socialista– y Elvira Rawson de Dellepiane –de la Asociación Pro Derechos de la Mujer– fueron universitarias y políticas convencidas que encabezaron el reclamo, principalmente por dos vías –aunque no muy determinantes para torcer la voluntad de los privilegiados a cargo de decidir la cuestión–: por un lado, con acciones y reflexiones que influyeran la opinión pública; por el otro, presentando petitorios a legisladores.

En febrero de 1946 se produjo una interpelación que pateó el tablero, exigía y llamaba a la participación política de las mujeres en la vida pública desde el espacio doméstico tradicionalista: “la mujer del presidente de la República, que os habla, no es más que una mujer más, la compañera Evita, que está luchando por la reivindicación de millones de mujeres injustamente pospuestas en aquello de mayor valor en toda conciencia. (…) La mujer argentina ha superado el período de las tutorías civiles. La mujer debe afirmar su acción. La mujer debe votar. La mujer, resorte moral de un hogar, debe ocupar su sitio en el complejo engranaje social de un pueblo”.

La lucha por lo político sigue siendo hoy en día de las más difíciles donde visibilizar y revertir la desigualdad por razones de género. Nuestra falta de representación en los lugares de decisión, y el hecho de que la voz autorizada frente a las distintas audiencias –mediática, gubernamental, de compañeros y compañeras, entre otras– siga siendo en masculino, nos exigen dar disputas por el protagonismo. Desde la insumisión colectiva, buscamos explicitar y romper esta norma social de que el espacio público se pretenda neutral, lo que es decir masculino, cuando sabemos que varones y mujeres –cis y trans– partimos de posiciones desiguales que estructuran privilegios para unos y obstáculos para otras.

En este sentido, Julia Rosemberg (2019) se pregunta: ¿qué sentidos y qué lugares habilitó el peronismo para las mujeres? La respuesta la da a través de la figura política de Eva Perón: “un aspecto trascendental de la ruptura de Eva es que disputa y construye poder. (…) Edificó un poder político solamente igualable al que había construido Perón. Algo insólito incluso a escala mundial para una mujer en ese entonces. En este armado de poder tuvo un papel central el armado del Partido Peronista Femenino, que respondía exclusivamente a su conducción y que fue la primera experiencia de politización masiva de las mujeres. Pero no sólo eso; fue la herramienta a partir de la cual un grupo importante de legisladoras mujeres se incorporaron por primera vez en la historia argentina al trabajo parlamentario. Esta experiencia se truncaría a partir de 1955, y recién el Congreso argentino volvería a superar la cantidad de legisladoras mujeres que había alcanzado el primer peronismo en la década del 90 gracias a la Ley de Cupo”.

La segunda ola: de ampliar derechos se trata

Eva no se dirigía a todas las mujeres por igual, sino a las “mujeres de pueblo”, en oposición a las oligarcas que contrataban a otras mujeres para que les sirvieran en el ámbito doméstico y cuya riqueza originaria les permitía no tener que salir a buscarse el pan. Es evidente por qué para el feminismo peronista las cuestiones de género resultan inescindibles de las de clase, porque el justicialismo sirve a una sola clase de personas: quienes trabajan.

Por eso, no debiera sorprendernos que en nuestro país el primer organismo oficial dedicado a las mujeres proviniese del peronismo: la División del Trabajo y Asistencia de la Mujer, creada en agosto de 1944 y a cargo de la doctora Lucila de Gregorio Lavié (Bellota, 2019). Porque las mujeres populares trabajaban por ese entonces, y lo siguen haciendo ahora, cubriendo en la mayoría de los casos hasta una triple jornada laboral: la (mal)remunerada, la no-remunerada en tareas domésticas y de cuidado familiar en la casa propia, y la no-remunerada en cuidado comunitario en los barrios.

Las tareas de cuidado fueron otra cuestión abordada por Eva, de una forma prematura y quizás no tan problematizada, pero que implicó avances revolucionarios en materia de bienestar para niñas, niños, adultas y adultos mayores y, por consiguiente, de las mujeres trabajadoras. Para la niñez el eje estuvo puesto en correr el enfoque: niños y niñas de nuestro país dejarían de ser pensados a partir del tutelaje y pasarían a ser considerados sujetos de derecho. Los adultos y las adultas mayores dejaron de tener asilos y el Estado construyó hogares. A su vez, de la mano de Evita se instauró el Decálogo de la Ancianidad, que implicaba derechos tan fundamentales como prohibitivos de la población en la vejez: vivienda, alimentación, salud, respeto, trabajo. El peronismo de mediados de siglo XX implicó una reconfiguración de la protección: la estatalización de lo social (Grassi, 2003), que dio lugar a los cimientos de la política social argentina.

Los peronismos contienen en su propia razón de ser la ampliación de derechos como medio para la meta inclaudicable de la justicia social. Y es justamente ahí, en esa avanzada –que como la historia también contiene resistencias y retrocesos–, donde las feministas peronistas encontramos uno de nuestros espacios de lucha predilectos, porque sin feminismo no hay justicia social.

La tercera ola: actualización doctrinaria feminista

Así como en 1949 Juan Domingo Perón reconoció la centralidad del movimiento obrero y sus demandas al crear el Ministerio de Trabajo y el futuro de las generaciones por venir al disponer la gratuidad universitaria, el 9 de agosto de 2018 –en una sesión histórica en la que senadoras y senadores especuladores eligieron retrasar la consagración del derecho al aborto legal– la conductora del movimiento, Cristina Fernández de Kirchner, aludió a la necesidad ineludible de construir un peronismo nacional, popular, democrático y, desde ese momento, feminista.

La historia del movimiento feminista argentino es larga, intensa, encuentrera, y se reconoce en la lucha inclaudicable de las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo. En estos últimos años se masificó y se expandió: en los espacios de trabajo, escuelas y universidades; elencos teatrales y televisivos, bandas musicales y medios de comunicación; hogares, mesas familiares y camas; clubes y canchas, bares y boliches; partidos políticos, organizaciones sociales y sindicales. Lo que significó que en cada lugar se sacudieran determinados cimientos patriarcales que permanecían incuestionados. La expresión de todo esto, en sintonía con la cultura política argentina, no fue otra que una convergencia de corte nacional y popular entre la movilización en las calles, la organización política y la conquista del Ministerio de las Mujeres, Géneros y Diversidad, un espacio institucional que jerarquiza las políticas contra la desigualdad y la violencia por razones de género y permite motorizar las demandas urgentes que el movimiento venía instalando en la agenda pública.

Como feministas peronistas, buscamos transformar la realidad a través de la política en sus múltiples formas e instancias de articulación, para que sea cada día más justa, libre y soberana. La cuestión de género no es un tema que deba interpelar o ser implementada exclusivamente por mujeres: las políticas de género son reparatorias. Lo personal es política estatal, porque reconocemos que la violencia y la desigualdad por razones de género nunca son problemas individuales, sino sociales.

Somos feministas y peleamos por un Estado que visibilice la profunda desigualdad que nos afecta a mujeres y población LGBTI+ y que elabore acciones específicas e integrales para erradicarla en todos los planos de la vida social y singular. Somos peronistas y sabemos que sólo la organización vence al tiempo y, también, a las injusticias.

*Paloma Dulbecco es politóloga, docente y becaria del Conicet. **Micaela Gentile es politóloga y docente.

fuente: www.revistamovimiento.com/genero/quien-dice-que-las-peronistas-no-podemos-ser-feministas/


Bibliografía:

Maffía D (sf): “Contra las dicotomías: feminismo y epistemología crítica”. http://dianamaffia.com.ar.

Grimson A (2019): ¿Qué es el peronismo? De Perón a los Kirchner, el movimiento que no deja de conmover la política argentina. Buenos Aires, Siglo XXI.

Bellota A (2019): El peronismo será feminista o no será nada. Aportes para la construcción de un feminismo nacional y popular. Buenos Aires, Galerna.

Rosemberg J (2019): Eva y las mujeres: historia de una irreverencia. Buenos Aires, Futurock.

Grassi E (2003): Política y problemas sociales en la sociedad neoliberal. La otra década infame I. Buenos Aires, Espacio.