Urbe
¿Vivirías en Malvinas?
Martín Bericat viajó a las Malvinas. Es algo que no muchxs argentinxs hacemos. Pero no fue a hacer turismo de guerra ni avistamiento de fauna, sino para responder una pregunta: ¿cómo se vive en esas islas que son nuestras pero que no conocemos?
Por Martín Bericat
25 de junio de 2024
Hay dos tipos de turismo en Malvinas: el avistamiento de fauna y el turismo de guerra. Pero a pesar de las recomendaciones de las empresas de viajes, mi plan no encaja en ninguno de los dos formatos.
Me interesan menos los pingüinos y las balas oxidadas que las iglesias, los bares, los locales de inmigrantes y la mansión del gobernador. Vine porque confío en el merodeo. Este texto es el resultado de una semana merodeando por Isla Soledad.
Un lugar hostil: el viento revolea las valijas y embolsa las camperas. Sentimos el hielo subantártico en medio del verano; nos llegan señales confusas por parte de los militares que gritan cosas, que nos apuremos, que no saquemos fotos ni videos dentro de la base.
Atrás, una mole de acero verde enciende las turbinas. Al lado de semejante bestia de la Royal Army Force, nuestro avioncito de LATAM parece de juguete.
Nadie aterrizó tranquilo. A pesar de los gestos amables de las azafatas, de los folletos de turismo y de la vista panorámica del Atlántico Sur, nadie logró relajarse.
Cuarenta y cinco minutos de demora. El piloto hizo tiempo dando vueltas sin rumbo sobre el archipiélago. No pudimos aterrizar a horario porque la armada practicaba un ejercicio militar.
Entramos a un galpón, todos amuchados. La gente del aeropuerto habla en español; algunos colombianos, casi todos chilenos. Nos gritan que nos apuremos, que tengamos cuidado, que mantengamos la fila. Que si nuestro calzado está sucio tenemos que declararlo, y todo lo que no sea declarado será descartado o destruido.
Creo que no tengo nada sospechoso.
A medida que salimos de la barraca, subimos a un micro eléctrico. Llegamos a ver algunas partes de la base militar más grande del hemisferio sur.
Una vez en el micro, un guía le cuenta a su grupo que los ríos de piedra son formaciones geológicas que se arman donde antes hubo glaciares. Se ven así: como un río, pero en vez de agua hay piedras gigantes.
Afuera, un paisaje verde, fértil, mucho más lindo de lo que uno imagina.
El hotel fue pensado para pescadores, que todavía lo usan fuera de temporada.
Soy el único que viaja solo. Casi todos en el staff son filipinos y atienden con mucha amabilidad. La habitación es mínima; lo justo como para dormir y guardar la ropa. Tiene algo de cárcel escandinava, de madera clara que busca más la reinserción que el castigo.
Me despierto siempre a las siete. El televisor muestra un horario distinto (las once de la mañana), un pronóstico distinto (el del clima de Londres) y noticias varias de cosas que suceden a doce mil setecientos sesenta y tres kilómetros de distancia. Hay apenas un puñado de canales, todos de la BBC o de programación muy vieja. La tanda comercial promociona productos que acá no se venden; servicios que acá no existen.
El servicio de internet es poco, caro y malo. Y es así en todas las islas: hay una única empresa que transmite wifi por satélite a un precio ridículo incluso para los locales. Por eso, el hotel no ofrece internet gratuito, sino que lo vende a cinco libras la hora. Incluso pagando, la señal es intermitente y alcanza apenas para enviar algunos mensajes.
No existe el streaming, ni las plataformas de video, ni las series on demand. La señal no alcanza para esos lujos. Dicen los kelpers que es el principal motivo por el que los adolescentes abandonan las islas.
Para recibir llamadas en el hotel usamos un telefono de disco color amarillo patito.
Afuera, performance británica. Más londinense que Londres, más realista que Buckingham. Las famosas cabinas de teléfono rojas, que en la capital inglesa permanecen a modo de decoración, acá siguen en uso.
Los jardines al estilo de los shire. El acento capitalino. En Londres tuvieron que enrejar la estatua de Thatcher porque era vandalizada de manera sistemática. Acá, en las islas, la dama de hierro tiene un busto en la plaza principal y una calle en el centro de la ciudad.
En los locales turísticos, el primer libro que uno encuentra es la biografía de Thatcher en tres tomos y hasta hay una marca de sidra que lleva su nombre.
Se maneja del lado izquierdo y se insiste en mantener el pasto perfecto ante el viento de las altas latitudes. La cantidad de banderas, estatuas, memoriales, memorabilias y simbología cotidiana hace pensar que quizás no es al turista al que buscan recordarle que son británicos, sino a ellos mismos.
—¿Drogas hay?
Es de las primeras preguntas que hago una vez que gano confianza con una de las meseras del café. Algo incómoda, me responde que no. Pero en realidad sí. Que es complejo. Da muchas vueltas, pero cierra con información clave:
—En realidad, lo que hay es lo que traen los soldados. Acá en la ciudad no hay nada. A lo sumo algunos granjeros tienen plantas de marihuana en sus casas.
A lo largo de varios días, distintas personas dijeron más o menos lo mismo que ella: que un fin de semana por mes los cadetes de Mount Pleasant tienen día libre y bajan a la ciudad a divertirse en los pubs. Entonces llega el descontrol: drogas sintéticas, cocaína, encuentros de sexo casual en un contexto donde no abundan las caras nuevas.
—Tenemos buena relación con la base —cuenta uno de los directivos de Seguridad Social de las islas— antes íbamos más seguido porque era el único lugar con pileta, cine y bowling. Ahora ya hay un pequeño cine en Stanley.
Se refiere al HarbourLights Cinema, una sala nueva que cuenta con cincuenta y cinco butacas y el precio de las entradas igualado al de Londres. Es, junto con un puñado de pubs y espacios para eventos, de los únicos entretenimientos de la ciudad.
—Es lógico —cuenta un guía turístico sentado detrás de un escritorio en un local de la calle principal— los soldados buscan divertirse, como cualquiera. Tienen una rutina muy estricta, sobre todo los que vienen a pasar unas semanas o a lo sumo un par de meses a modo de entrenamiento.
Se usan algunas Apps de citas, aunque en general los kelpers prefieren el cara a cara. Una búsqueda rápida arroja un puñado de perfiles distantes distribuidos por las islas. Un único pin solitario aparece en el medio de la base militar; registro de algún soldado que no pierde la esperanza de encontrar un match.
Carlos sirve el desayuno con paciencia. Habla poco, de inglés no sabe casi nada. Tardé varios días en darme cuenta de que era argentino.
—Yo era médico, me vine de Argentina hace diez años. Pude entrar porque tengo el pasaporte británico, viste. Acá la vida es más tranquila. Podés caminar de noche, no tenés mucho problema. Te tratan distinto, eso sí. Pero como en cualquier lado.
Hay pocos argentinos en las islas. Depende a quién se le pregunte, la respuesta es tres, cuatro o cinco. La mayoría están desde antes de la guerra. Carlos es un caso extraño; vino por la ex, es correntino, pero vivió tres años en San Miguel.
—Mi hija va a la escuela acá —cuenta mientras ofrece huevos revueltos— es gratuita incluso para inmigrantes. Después tiene la opción de irse a estudiar a Inglaterra, si tiene buen promedio.
La familia de la mesa de al lado (una mujer de setenta, una madre de cuarenta, un hijo adolescente y otro de unos diez años) escucha la conversación. La madre comenta:
—¡Ah! Entonces podemos venirnos a vivir a acá en una de esas.
Entonces le cuentan a Carlos la historia de una amiga que vive en Andorra y gana fortunas sirviendo café. Elogian la seguridad de Malvinas: “Yo dejo la casa sin llave”; “Vivis otra vida”; “Los chicos juegan en la calle”.
Mientras tanto, los hijos esperan con cara de aburrimiento. Piden, por tercer día seguido, papas fritas para el desayuno. Antes de irse, Carlos me dice, en voz baja, que su hija va a ser la primera en toda su familia en terminar la secundaria en tiempo y forma.
Había jurado que pagué bien cuando fui a cambiar plata al banco. Entregué trescientos dólares y a cambio me dieron doscientas cuarenta libras malvinenses (o falklander pound, una moneda que se usa sólo en las islas). Pero la cajera me dijo que faltaban cincuenta, y yo accedí sin discutir.
Esa misma tarde Adi – una de las trabajadoras filipinas del hotel, que vino de Manila y trabaja en las islas para ayudar económicamente a su familia – me busca por los pasillos.
—¡Martín! Me llamó una amiga desde el banco. Dice que te olvidaste cincuenta dólares, que preguntes por ella y que te los devuelve.
Al día siguiente, en el banco me entregan un sobre cerrado a mi nombre con los dólares que faltaban. Charlo con la cajera — también filipina — y me recomienda un pub al que irán con sus amigas esa misma noche.
Para manejar hay una única regla: no se permite ir a campo traviesa ni en ningún lugar por fuera de los caminos. La explicación es que todavía puede haber explosivos sin detonar.
En 2009, el gobierno británico contrató mano de obra africana para realizar los trabajos de desminado de suelos en el campo malvinense vía la multinacional SafeLane Global.
Cientos de trabajadores negros llegaron de Zimbabue para trabajar detonando explosivos. Lo que más mencionan: la inclemencia del tiempo y la emoción de ver nieve por primera vez.
A algunos de ellos les permitieron quedarse a trabajar en la ciudad. Por eso, toda la población negra de Malvinas fue, en algún momento, parte de los grupos busca bombas. Hoy realizan trabajos variados: desde cocineros hasta personal de limpieza.
En la base militar, casi todos los guardias de tránsito que levantan las barreras (es decir, los que deben permanecer al aire libre resistiendo el viento y el frío) son zimbabuenses.
Un año después de finalizadas las tareas de desminado se les permitió a algunos de los inmigrantes africanos traer a su familia a las islas. En algunos casos, estuvieron más de dos años sin ver a sus hijos y esposas.
En una entrevista, el gobernador señala que los trabajadores africanos se inscribieron voluntariamente, que fue una buena oportunidad laboral para ellos y que están muy agradecidos por su trabajo.
No deja de ser chocante la imagen de trabajadores negros reventando las bombas que podrían dañar a ciudadanos blancos.
Además de los zimbabuenses, hay muchos otros inmigrantes. Dicen que ya son más de la mitad de la población civil, e incluso la gobernación está construyendo barrios nuevos para alojarlos.
La mayoría son filipinos: pueden obtener el permiso de la secretaría de seguridad social para migrar y trabajar en atención al público. La segunda mayoría son chilenos, por obvias cuestiones de proximidad geográfica y diferencia en el tipo de cambio. Muchos utilizan Malvinas como escalón para luego mudarse a Londres.
También hay gente de Santa Helena: una islita diminuta en el Atlántico a la altura de Angola, propiedad del Reino Unido. Varias personas que vinieron de ahí me cuentan que, para la gente de Santa Helena, Malvinas es el destino soñado.
Por último, un puñado de peruanos, colombianos y argentinos también reside en las islas. Más allá de eso, el gobierno no autoriza ningún tipo de trámite migratorio ni de residencia permanente por motivos no militares.
Camino monte arriba contra el viento y el granizo. Me duele la cara.
Termino de subir y tengo vista panorámica de la ciudad. En la bahía, un crucero grotesco avanza para anexarse al muelle principal. Serán cinco mil personas que pasarán unas horas en una ciudad que no pasa de mil doscientos habitantes.
Son incontenibles. Una horda de turistas fuera de contexto que bajan de los barcos a saquear todo a fuerza de fotos. Los kelpers un poco los desprecian, pero más que nada los necesitan.
La llegada de un crucero no es un evento puntual: es un tipo de organización social. Todos los locales muestran sus horarios de apertura según días de semana, fines de semana y “días de crucero”. Los supermercados, restaurantes, el correo y los bancos funcionan distinto para contener la avalancha de visitantes.
2024 es el año en el que más cruceros recibirán, con más de quinientos barcos entre las dos temporadas.
—No me gustó el Museo de Malvinas en Buenos Aires —cuenta un kelper con el que salimos a tomar una cerveza— Me llamó la atención que no tiene nada sobre la vida en las islas entre 1833 y 1982. Es como que tiene más información sobre los pájaros que sobre las personas.
En algo tiene razón: el Historic Dockyard Museum en Malvinas tiene muchísimo más patrimonio, información y material que su contraparte argentina. Entre otras cosas, cuentan con una antigua base antártica que trasladaron pieza por pieza para que se pueda recorrer en el museo. Además de contar con más presupuesto, ostenta una narrativa cuidada: no hay mención de la primera base antártica argentina (1904), pero sí de la británica (1909).
Hay varios bares en la ciudad: el Victory (tradicional, conservador, thatcherista), el Globe Tavern (moderno, cosmopolita, electrónico), el Deano’s Bar (predecible, amigable, pequeño), el Rose Bar (musical, country, londinense), el Falkland Beerworks (cervecero, artesanal, sencillo), el UnWined (distinguido, jazzero, elevado) y el Groovy’s (inmigrante, sonoro, de karaoke).
Lo más común es que los turistas vayan al Victory. Su aura tradicional de banderitas británicas, imágenes de Thatcher y proclamas anti-argentinas lo vuelven una curiosidad local.
Adentro es un clásico pub inglés, con la mesa de pool, la diana para dardos y la máquina de vinilos. En la barra atienden dos filipinas que sirven cerveza, sidra y una carta pequeña de tragos y comidas.
En la pared, justo al lado de los dardos, una caricatura muestra a Margaret Thatcher comandando a unas muy profesionales tropas británicas contra las trincheras de soldados argentinos pintados como vagos, inútiles y, curiosamente, de tez oscura. En el baño está la otra famosa consigna: un inodoro con la foto de Galtieri que dice “pudrite en el infierno, forro” (Rot in hell, you arshole).
También hay otros detalles: la sidra se llama Thatcher’s Gold, y la cervecería local reversionó la clásica cerveza inglesa cambiando “London Pride” por “Longdon Pride” (el combate de Longdon marcó el triunfo británico en la guerra).
Sentados en el lado izquierdo de la barra están los habitués de siempre: gente de más de cincuenta, indiscutiblemente kelpers. Nos escuchan hablar en español, pero no parece molestarles. Incluso responden con amabilidad cuando le preguntamos por algunos detalles del lugar y no se escandalizan cuando le decimos que somos de Buenos Aires.
Afuera, un borracho muy borracho grita cosas a la gente que pasa.
Los kelpers no caminan; manejan. Solo veo peatones cuando bajo a la costanera que oficia de calle principal. En frente de la iglesia, justo en la ventana del primer piso de una casa, está el único cartel anti-argentinos de la vía pública:
A la nación argentina y su gente
van a ser bienvenidos en nuestro país
cuando retiren su reclamo de soberanía
y reconozcan nuestro derecho a la autodeterminación
Sin embargo, somos bienvenidos. La escandalosa mayoría de los turistas son argentinos, incluso en los cruceros. La industria turística kelper nos detesta tanto como nos necesita, y los turistas argentinos seguimos viniendo cada vez más.
Mientras saco fotos al cartel y las inmediaciones, se abre la puerta de la iglesia. La misa terminó, y las familias más distinguidas de la ciudad salen de la catedral conversando con marcado acento londinense. Hay varias iglesias (conté, además de la catedral, una presbiteriana, dos católicas y un templo de testigos de jehová).
Por primera vez, noto que me miran mal, como si de entrada supieran que soy argentino.
Una señora se me acerca y pregunta a qué le saco fotos. A los edificios, digo, y mi mentira parece relajarla. Cambia la cara cuando le digo que soy argentino. Suspira y se toma un minuto para pensar antes de responder:
—¿Y no te gustaría vivir acá en vez de en Argentina?
La pregunta me desarma. Esperaba el comentario ácido, pero no el cuestionamiento, las palabras precisas. Sé con qué intención lo dijo: quiso remarcar que ellos ganan más, ganan en libras, que caminan tranquilos por la calle y tienen ciudadanía británica. Que viajan por el mundo y viven con pocas preocupaciones. Que desprecia a la Argentina, a cómo vivimos, a nuestras crisis y nuestra gente.
Pero no me duele eso. Me duele saber que, si las islas no hubieran sido usurpadas, si la historia hubiera sido otra y no hubiera habido guerra ni caídos sin sepultar, si este pedazo de Londres en el medio del Atlántico sur fuera total y fácticamente parte de Tierra del Fuego, sin quintas y sextas y séptimas generaciones de escoceses en pleno territorio argentino, yo me quedaría acá.
Viviría entre el viento, el mar y las ovejas. Resignaría internet para vivir la experiencia demencial del frío subantártico, la soledad austera y el granizo de verano. Me iría lejos. Llevaría una vida parecida a los puesteros de Santa Cruz, de cuya historia estas islas nunca debieron emanciparse, o a la de los pueblos pequeños de Tierra del Fuego. Odiaría los cruceros, aunque también los necesitaría.
No le respondí a la mujer. Pero bien podría haberle dicho que yo viviría en las Islas Malvinas.
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