Urbe
(No) Vivimos en una simulación
Por Dante Sabatto
08 de mayo de 2023

I.
La historia es, más o menos, así: un estudiante [E] tiene acceso a la supercomputadora de su universidad, y decide usarla para simular su vida. La supercomputadora emplea big data, tiene acceso a datos estadísticos en proporciones inmensas, y puede prever los eventos fundamentales más probables del curso de su vida. Cuando corre el programa, el estudiante descubre que tarda mucho más de lo esperado. Ingresa al programa y descubre que su yo simulado [E1] también decidió usar la supercomputadora simulada de su universidad simulada, y que en esta simulación pasó lo mismo, una y otra vez. Una regresión infinita.
Esto genera un problema. Porque E1 cree que él es el verdadero estudiante, y que su simulación E2 es, en realidad, E1. Ahora bien: el primer estudiante de esta historia está en la misma posición que E1. No tiene mayores evidencias que él de su carácter real.
¿No es, al fin y al cabo, más probable que él también sea una simulación, que no sea E sino más bien E1, o E24 o E56892?
II.
La elaboración más conocida de la hipótesis de la simulación la desarrolló Nick Bostrom en 2003. Su argumento dice, más o menos, que dado un desarrollo tecnológico progresivo, toda civilización llegará eventualmente a un estadío en el que puede simular la realidad de forma convincente. Que vivamos en una de estas simulaciones, suponiendo una pluralidad de civilizaciones en el universo, es una probabilidad real.
De esto se desprende una serie de consecuencias científicas. ¿Qué sentido tienen nuestras mediciones y nuestras teorías si lo que estamos explicando no es una realidad en sí sino una falsedad, una reinterpretación de una realidad exterior? ¿Explica esto los descubrimientos de la teoría cuántica, como el hecho de que ciertas partículas se comportan de un modo cuando las observamos y de otro cuando no lo hacemos?
La simulación nos enfrenta a la finitud. En efecto, si no somos más que código en alguna supercomputadora, tenemos un limitante material: el del hardware que nos soporta.

III.
Pero la hipótesis de la simulación es bastante más antigua. De hecho, podríamos pensar que la alegoría de la caverna platónica es su primera manifestación, al menos en la cultura occidental. Tiene todos los elementos: la construcción de un submundo artificial dentro del mundo real, que es planteado como verdadero para las personas que viven en él, y la posibilidad de un “despertar”, de una salida. Las cadenas, el fuego y las sombras ocupan el lugar de la supercomputadora: la tecnología que habilita la simulación.
A fin de cuentas, usamos la palabra “hipótesis” pero también podríamos decir narrativa. Esto es lo que representa, a fin de cuentas, la noción de que el mundo es falso.
Si seguimos buscándola en el mundo de la ficción, podríamos volver a la historia del principio, la del estudiante que corre un programa: ¿y si en vez de código fuera una historia? Una lectura sci-fi de Las mil y una noches dice que funciona exactamente así: el relato de Sherezade contando historia tras historia es, en sí mismo, una historia. Está en el mismo nivel que las demás. ¿No es probable que ella misma sea parte de una historia, que sea S2, siendo contada por otra S1? Y de hecho, para nosotros, lectores del libro, lo es.
IV.
Pero volvamos por un segundo al concepto de “despertar”, que es un elemento constitutivo de esta hipótesis. Su misma postulación como hipótesis, de hecho, introduce la posibilidad de descubrir la simulación, de correr el velo. La narrativa fundamental del despertar, en la actualidad, es Matrix, por supuesto.
Con ella entramos en el terreno político de la interpretación de la simulación. Matrix ha sido leída una y otra vez como una alegoría: del capitalismo, más recientemente (post transición de sus directoras, las Wachowski) del género. Más bien podríamos decir que es una alegoría de la ideología en general. La hipótesis de la simulación puede funcionar de ese modo: es una reinscripción ontológica (por vía de la ciencia) de una tradición política, la que dice que las cosas no tienen por qué ser así, que el estado actual del mundo no representa una realidad trascendente. Y, esto es lo más importante, que este estado contingente necesita presentarse como si fuera natural e inmutable.
Pero cabría preguntarse por el carácter de esto que llamé “reinscripción ontológica”, pero que más simplemente podría llamarse una simplificación idiota. En lugar de una compleja trama de relaciones y estructuraciones sociales, tendríamos simplemente una computadora y un código. Y, lo que es más peligroso, la hipótesis de la simulación termina adoptando la forma de una teoría conspirativa. No es una hipótesis: es una paranoia.

V.
Un elemento que introduce el enfoque narrativo de la hipótesis de la simulación es su recursividad infinita. Podríamos decirlo así: una vez que corremos el velo o rompemos el espejo, no podemos volver al estado ideológico previo, a la falta de sospecha. ¿Por qué habría una sola simulación, y no una simulación dentro de otra, y esta dentro de una más? Nos movemos así de Matrix a Inception.
O, volviendo al terreno académico, de la hermenéutica de la sospecha marxista al desborde postestructuralista de Jean Baudrillard. Su clásico Simulacro y Simulación plantea exactamente eso: que solo hay copias y copias de copias. Se ha perdido el original. Su famosa afirmación de que “la Guerra del Golfo no ha tenido lugar” se sostiene sobre la afirmación de que no se trata de una mera simulación de una guerra para ocultar otra cosa, sino que la simulación es el verdadero objetivo, que funciona para sí misma.
En ese sentido, la hipótesis de la simulación en la versión que hemos planteado en estas líneas no es una lectura radical y transgresora sino todo lo contrario: un intento de reinstalar el hecho de que existe una única realidad, y una única simulación. Que el pasaje de una a otra es posible, o, al menos, concebible.
VI.
Propongo una lectura simulacionista de Jorge Luis Borges. La cienciaficcionalización de la obra borgeana es un ejercicio habitual: es casi sorprendente lo bien que se prestan los laberintos y bibliotecas al registro de la especulación narrativa sobre el futuro.
Es que gran parte de la obra de Borges, al observar temas como la relación entre verdad y representación, puede leerse como una amplia reflexión poética sobre la simulación.
Lo es Emma Zunz, un cuento que postula la constructibilidad de la verdad mediante evidencias que falsean sus referentes: la protagonista simula una violación que no ha ocurrido, pero para hacerlo debe producirla, no solo física sino simbólicamente.
Lo es también Funes el Memorioso, cuyo rasgo terrible reside en la finitud del mundo que postula: si todo cabe en la memoria de Funes, ¿qué somos sino una simulación de su cerebro? Hay casos aún más obvios, como Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, con su famosa afirmación sobre el sexo y los espejos: ambos son abominables porque multiplican el número de los hombres. Del mismo modo lo hacen los fantasmas, o la simulación.

VII.
El problema con la hipótesis de la simulación es que combina dos elementos profundamente contradictorios: prometeísmo y antihumanismo. Es decir que plantea, por un lado, que la humanidad es una falsedad, que somos una mentira contada por una civilización que nos es extraña; pero sostiene, por el otro, que las reglas que rigen esa simulación son bastante parecidas a las que conocemos dentro de ella, e incluso que eventualmente podríamos replicarla.
¿Qué nos quieren vender quiénes defienden esta hipótesis? El problema es la polivalencia del simulacionismo. Más sencillo: su capacidad de adaptarse a cualquier discurso político. Piensa que vivimos en una simulación el crítico del capitalismo financiero (especulación = falsedad) pero también lo cree Elon Musk (wokeismo = conspiración). Piensan que vivimos en una simulación negacionistas del cambio climático, feministas, comunistas línea Xi, conservadores línea Putin, progres, antisemitas y liberales.
VIII.
Cada quien tiene su propia simulación, pero en general son lo que podríamos llamar simulaciones de primer orden, las de una relación simple entre un mundo real y uno falso. El segundo orden, el de la recursividad infinita de simulaciones, es de más difícil traducción política. Su correlato parecería ser el del desgano y la renuncia: no hay salida.
La alternativa, claro está, es que nos devuelva al comienzo. Que si todo es simulación, nada lo sea. Que la recursividad infinita de las copias no sea más que la realidad, una realidad irreal.
A fin de cuentas, si el simulacionismo nos cautiva es porque esto no termina de ser cierto. Es, en síntesis, un síntoma de nuestra existencia contemporánea: la convicción de que las cosas no tienen por qué ser así convertida en la certeza paranoica de que las cosas no pueden ser así, de que en realidad son de otra manera. Hay que tener cuidado: la potencia de este pensamiento crea, en sí misma, paranoias. Pero como ejercicio mental, como activador de lo adormecido, su fortaleza es innegable.


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