Opinión
El capitalismo utópico y el fin del mundo

El pensamiento libertario se encuentra muchas veces con una disyuntiva. Su teoría es la de un mundo de individuos sueltos, libres, capaces de asociarse pero completamente autosuficientes. Ese mundo se llama Mercado, y consiste en realidad en una superposición de múltiples mercados, que operan de forma autorregulada y deberían reproducir su propia lógica eternamente, a menos que medien imposiciones externas.
La disyuntiva es: ese mundo postulado, a veces como una verdad antropológica y otras como un destino, ¿puede ser también un mundo igualitario? ¿Debe serlo? Si no lo es, ¿es eso un problema? En síntesis, ¿por qué es bueno el Mercado? ¿Es bueno porque es más justo, o a pesar de que no lo es? Tirando de este hilo, creo que podemos entender mejor la evolución del discurso libertario, cómo llegó a su forma actual y, entonces, qué futuro nos vende.
Dos caminos libertarios
El sello Interferencias, de la editorial Adriana Hidalgo, acaba de publicar Utopía y mercado: Pasado, presente y futuro de las ideas libertarias, una compilación realizada por Luis Diego Fernández que reúne, a lo largo de 600 páginas, textos clásicos y contemporáneos de esta tradición. De Von Mises y Ayn Rand, pasando por Rothbard, hasta llegar a Peter Thiel y Satoshi Nakamoto, el libro es casi agotador, pero vale absolutamente la pena. Es un documento excelente de la evolución, la dialéctica interna, las contradicciones de una tradición de pensamiento cuya importancia política no cesa.
Son los autores más clásicos de la tradición, Hayek y Von Mises, los que plantean de forma más clara la unidad entre los dos términos que dan título a la colección: utopía y mercado. El discurso es optimista hasta el hartazgo: el mundo organizado plenamente por el mercado, el mundo que es un Mercado, es el mejor de los mundos posibles, un mundo que garantiza la justicia. Dice von Mises:
“Cada uno, dentro de tal orden [la economía de mercado] actúa según lo que su propio interés le aconseja; todos, sin embargo, satisfacen las necesidades de los demás al atender las propias. El actor se pone, invariablemente, al servicio de sus conciudadanos. (…) El hombre es, al mismo tiempo, medio y fin.” (Ludwig von Mises, El Mercado).
El Mercado es literalmente equivalente al bien común. Esto se basa, además, en una continuidad entre sus argumentos y la noción de derecho natural. La justicia, se argumenta, surge de la naturaleza liberada de toda interferencia; la injusticia es una construcción.
Sin embargo, hay otro camino. Existe una forma específica del libertarianismo que se define con el sufijo “paleo-” y busca recuperar los postulados del conservadurismo en alianza con la defensa a ultranza de la libertad de mercado que caracteriza a la tradición de Hayek y Friedman. En Utopía y mercado, los textos paleolibertarios se ubican luego de un capítulo dedicado a la compleja relación entre la derecha y la izquierda que, en sus versiones anarquista, socialista y “Nueva”, también reivindicaron un libertarismo. Sin embargo, podría decirse que el paleolibertarismo también se opone a algunos postulados básicos del libertarismo a secas. En particular, a la idea de que el Mercado es condición y garantía de la equidad social. Como sostiene Hans-Herman Hoppe, en su alegato en favor de la discriminación y el racismo: “el igualitarismo, en todas sus formas, es incompatible con la propiedad privada”.
Puede pensarse, a simple vista, que la segunda de estas ideas es más radical. Al fin y al cabo, reivindica como positiva a una serie de valores que resulta, al menos, difícil defender públicamente: la inequidad, la discriminación, la injusticia. Creo, sin embargo, que esto conduce a una discusión bastante lineal, en la que lo que dividiría a la izquierda de la derecha serían los valores que unos y otros reivindican.
¿Qué ocurre, en cambio, si ambos valoramos la igualdad pero tenemos ideas radicalmente opuestas sobre cómo conseguirla? Es la capacidad de defender que su ordenamiento mercantil conduciría de forma más eficaz a la equidad y la justicia lo que hizo del pensamiento libertario original un movimiento original. Y la idea de que los intereses egoístas de los individuos pueden producir, por su mera articulación a través de un sistema específico, un orden altruista, no es solo una idea tentadora, sino claramente radical. Esta fue la etapa utópica de este pensamiento, que le dio su potencia original.
Es importante, en consecuencia, cuestionar estas ideas. La equivalencia planteada entre Naturaleza y Mercado resulta, es evidente, altamente problemática. Quiénes no somos libertarios sostenemos que, en realidad, el Mercado debe ser organizado, que requiere intervenciones puntuales por parte de dispositivos de poder, y que estas intervenciones deben mantenerse en el tiempo.
Pero este es el punto, y el motivo por el cual la noción de que la liberación de las fuerzas puras de su economía generaría un mundo más justo es terriblemente fascinante. ¿Qué justifica esa fe en la potencia irrestricta del Mercado? ¿Por qué razón un mundo de libres e iguales emergería del retiro del poder social organizado en el Estado y la apertura de lo que se considera un flujo más libre, descentralizado y anónimo?

Poder, Razón, Capital
No me interesa, en esta nota al menos, ocuparme de las contradicciones del discurso libertario: creo que ya han sido analizadas hasta el hartazgo. Baste decir que esas tres características que señalé en el párrafo anterior como distintivas del poder del Mercado son, al menos sospechosas. Si se admite que las personas son libres, entre otras cosas, para asociarse, ¿por qué el Estado no es una asociación válida de individuos? Con respecto a la descentralización, doscientos años prueban, en los papeles y en los hechos, que el capitalismo tiende a producir monopolios (elemento que algunos libertarios contemporáneos ya defienden abiertamente).
El anonimato, en cambio, es un factor interesante. Es verdad que el Estado tiene nombres y apellidos: no sólo los de sus gobernantes, sino también el de todxs nosotrxs, que lo avalamos, que lo somos. El Estado actúa en nuestro nombre. Eso es fundamental, porque despliega una ética de responsabilidades mutuas. Y esta concepción de lo público no está exenta de una contradicción básica entre aquello que es de todxs y para todxs y aquello que es de cada unx y para cada unx.
La pregunta, entonces, es ¿en nombre de quién actúa el Mercado?
Una primera respuesta libertaria diría que el Mercado no actúa, sino que permite actuar a los individuos. Bien, pero ¿cómo se produce un ordenamiento del Todo, cómo surge el bien común de la mera comunicación entre los intereses individuales? Aquello que el Estado democrático hace se legitima por la soberanía popular, y se ordena por una decisión política hacia metas definidas colectivamente. Aquello que en el Mercado pasa (aquello que el Mercado habilita que pase), ¿cómo se dispone hacia un resultado que, recordemos, se supone que es deseable?
Si el argumento fuera el de la contingencia total, el del no-orden, no habría problema: el reino del Mercado sería el de la arbitrariedad, tan capaz de producir equidades como inequidades, abundancias como escaseces. Pero el libertarismo utópico sostiene que esto no es así: que el mundo ordenado por la libre competencia mercantil es el mejor de todos los mundos.
La explicación, muchas veces, es por recurso a la Razón. El Mercado sería el sistema más racional para la puesta en común de intereses egoístas y para la respectiva alocación de bienes. A mi juicio, el razonamiento parte de una tautología, que define la racionalidad por la eficiencia, y la eficiencia por una serie de criterios que ya son propios del mercado. Más interesante me parece el problema que surge, en este punto, al identificar al mercado a la vez con la Razón y con el Orden Natural. El pensamiento adopta un cariz evidentemente religioso: como me señaló un colega, el liberalismo tiene una poderosa veta criptomística.
Pero, ¿dónde se ubica esa racionalidad extra humana e híper poderosa? ¿Qué es aquello que hace funcionar al Mercado? Nuevamente, ¿en nombre de quién se postula ese orden social? En nombre del Capital.
Mercado y Capitalismo no son sinónimos. Las economías de mercado existen hace milenios, bajo diversas formas, y, del mismo modo, el Capitalismo es perfectamente capaz de convivir con economías monopolísticas, cerradas a toda competencia mercantil libre. De hecho, la acumulación originaria de Capital, ya bajo la explicación marxista de la expoliación del continente americano, ya bajo la explicación weberiana del ahorro ascético impuesto por el protestantismo, no se da en los mercados sino en forma externa a ellos. Como indica Alejandro Galliano, el Capitalismo es un conjunto de instituciones, muchas veces antimercado.
El Capital es dinero que se autonomiza, que llega a un estatus de cuasi-Sujeto, que empieza a demandar por su propia existencia. Y aquello que demanda es Mercado: terreno para su “libre” circular, espacio que moldear con su pretendida necesidad de la oferta y la demanda. Es la lógica del Capital la que promete la utopía: ordenar astutamente, por detrás de los hechos, y producir a partir de una suma de egoísmos un resultado altruista.

Colapso
Estas ideas parten, a fin de cuentas, de una hipótesis base: que el neoliberalismo no es una fase más en el devenir histórico del Capitalismo, sino un punto de quiebre, un momento en que las contradicciones entre la reterritorialización capitalista (monopolios, bancos centrales, Estados soberanos) y la desterritorialización mercantil (hipotecá tu casa, alquilá tus órganos, vendé tus hijxs) finalmente estallan.
Esta nota parte de mi fascinación por el argumento de que el Mercado puede producir la igualdad, porque me parece un argumento absolutamente tentador para la izquierda. ¿Y si la organización espontánea de dispositivos de intercambio pudiera permitir que el Bien surgiera de una sumatoria arbitraria de intereses personales? Es imprescindible rechazar esa tentación, y desarmar sus bases conceptuales. Para comenzar, la espontaneidad misma de la organización mercantil puede ser discutida, o al menos la espontaneidad de su difusión hacia todos los aspectos de la vida social. También sería necesario deconstruir la noción de que hay algo así como “intereses personales” naturalmente egoístas. Hay que rechazar toda la antropología libertaria, y la ética que surge de ella.
Pero no hace falta hacer este ejercicio teórico, porque el discurso utópico libertario nunca ha estado más desfasado de la realidad. Se cae a pedazos ahora mismo, frente a nuestros ojos, en la práctica. El cambio climático es, probablemente, el mejor ejemplo (y por eso debe ser ontológicamente negado): porque prueba que las externalidades de iniciativas privadas independientes son mutuamente contradictorias, y contradictorias con la subsistencia del mundo. Por eso las últimas dos décadas han visto múltiples articulaciones de conservadurismos y liberalismos, con etiquetas como “paleolibertarismo” y “Neo Reacción”, pero de ninguna manera un retorno al optimismo de Friedman y sus colegas. En la alternativa que planteamos arriba, la versión no utópica se impone.
Ya nadie cree que la mercantilización de la vida toda pueda traer un mundo más igualitario y más justo. Sin embargo, eso no ha sido una debilidad para los discursos libertarios, cuya vigencia es evidente. Al contrario, estos plantean que el mundo-como-Mercado es el futuro deseable, el único bueno y a la vez el único verdaderamente posible, incluso si es un mundo menos igualitario. ¿Por qué?
Volvamos a nuestra lectura sobre el utopismo libertario: planteamos que era un discurso especulativo sobre el Capital, que lo imaginaba como una fuerza primigenia que actúa detrás de escena, exigiendo el funcionamiento libre del mercado y produciendo, como consecuencia de su necesidad, el ordenamiento del mundo. Hay que cambiar el punto de vista de la Historia: no es ya la historia de la humanidad, ni siquiera de los humanos como individuos, sino la historia del Capital, de la cual somos meros epifenómenos, pasos necesarios pero a fin de cuenta arbitrarios en el camino hacia la liberación del Capital.
Se puede renunciar, entonces, a la igualdad, que es al fin y al cabo un deseo bienpensante de la historia humanista. En el presente, el Capital revela no ser más que un autómata idiota, cuyo devenir no tiene por qué ajustarse a nuestros planes de igualdad y progreso: esa es la potencia caótica que lo ha movido y lo sigue moviendo. Esta fase del capitalismo podrá seguir soñando con el mundo como Mercado, pero ya no tendrá ninguna ilusión de que eso pueda (ni deba) traer consigo sociedades más justas. El capitalismo sueña: bienvenidxs a sus pesadillas.
Veremos, en esta fase, libertarismos cada vez más crueles. Las promesas del Capitalismo, en el siglo XXI, serán ya de un mundo totalizado donde la administración de las personas sea idéntica a la administración de las cosas, o de un colapso radical posthumano. Lo que es seguro es que, al menos en este tiempo, nadie prometerá, mediante la liberación de las fuerzas de Mercado, un mundo mejor. Habrá que postularlo, entonces, en otro nombre.


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