Pantallas

ATLANTA, HEIDEGGER Y EL ACONTECIMIENTO DE LA VERDAD

Por Francisco Calatayud
07 de noviembre de 2023

“Lo Afro-Surreal presupone que más allá de este mundo visible, hay un mundo invisible luchando por manifestarse, y que nuestro trabajo es revelarlo.”
D. Scot Miller, Call It Afro-Surreal 

En El Origen de la Obra de Arte, Martin Heidegger busca realizar un ejercicio hermenéutico para descubrir la esencia misma de la obra y del arte. Durante el denso pero riquísimo texto, el alemán baraja diferentes aproximaciones para ir acercándose cada vez más a una definición, que, a pesar del intento, nunca llega. El texto es una conferencia, en donde nos invita a transitar el pensamiento como si se tratara de un camino del bosque, abierto por los mismos árboles, camino que probablemente no nos lleve a ningún lado y que nosotros mismos debemos ir descubriendo para abrirnos paso. Heidegger nos invita a pensar con él, no como quien le muestra una imagen acabada a alguien, sino más bien como un recorrido a transitar juntos. Pero quizás uno de los factores más importantes de este tipo de pensamiento es que intenta estar siempre a la vanguardia, o, en palabras del alemán, a la escucha del ser. Es por eso que voy a usar este marco para pensar una de las mejores producciones contemporáneas: Atlanta.

Foto: Martín Heidegger.

Obra, verdad, mundo

Para Heidegger “el lenguaje es la morada del ser”. Esta es una de sus frases más conocidas. No es casual entonces que muchos de sus trabajos revuelvan alrededor de desentrañar malas traducciones para encontrar un sentido original, más primario. En este caso, la palabra clave es la verdad. Para los griegos la aletheia no era, como entendemos nosotros hoy en día, la correspondencia con lo real, sino que la entendían más bien como un desocultamiento. La verdad era entonces un dejar-ver. La tekné griega de los artistas y artesanos no era una habilidad práctica, sino más bien un modo de saber, un modo de ver. Crear una obra, erigirla, requería entonces ver, interpretar y traer a la presencia. El artista es aquel que escucha al ser y lo desoculta, y así genera un espacio abierto. Ese espacio abierto, que al abrirse deja ver algo nuevo, es la verdad, fijada en la obra. 

La obra es algo creado. Pero un martillo también es algo creado. ¿Qué diferencia al martillo de la obra de arte? Que el martillo tiene una utilidad. Esta utilidad le es dada con su forma y su materia, que son elegidos justamente para hacer fiable su uso. Los utensilios tienen una utilidad, y por ende, un modo de existencia. Este es el ser-a-la-mano. La obra de arte, en cambio, nos pone las cosas frente a nuestros ojos, invitándonos a tomar una postura contemplativa. Al hacerlo, eso que tenemos frente a nosotros nos descubre su mundo. Por eso, cuando Van Gogh pintaba botas, la verdad que allí acontece no tiene que ver con que esas botas estén bien representadas. El acontecimiento de la verdad sucedía ya que el mundo de esas botas se nos revelaba al tenerlas de frente, cosa que al tenerlas a la mano difícilmente podamos lograr. Gracias al arte, logramos tener ante los ojos aquello que tenemos siempre a la mano. El mundo de las cosas, su entramado de relaciones significativas, sólo puede contemplarse desde el alejamiento, donde ya no es solo funcional y práctico. 

Heidegger hace una separación entre mundo y tierra. El mundo es siempre mundo histórico, entendido como entramado de relaciones significativas, como cuando decimos el mundo griego, el romano, o el árabe, por ejemplo; una piedra, en cambio, no tiene mundo. El mundo no crea obras, sino que por el contrario es la obra la que funda al mundo. Los griegos sólo se entendían griegos al mirar sus templos. Las tragedias no eran simple entretenimiento sino más bien mitos fundacionales de lo griego. Al contrario de lo que se suele creer, para Heidegger el artista no ve al mundo para inspirarse, sino que este se funda en su obra. Para poder crear una obra, es preciso que el artista esté a la escucha del ser, de su porvenir. Estar a la escucha del ser es estar atento a lo no dicho, a lo oculto, para luego traerlo a la presencia en la obra. Así, el pueblo sólo se reconoce a partir de las obras, y es también gracias a ellas que la tierra viene a la presencia.

Ésta es el soporte material de todo lo que es, y, en su totalidad, siempre se nos escapa. No podemos entender a la naturaleza, a la physis, de una manera acabada, pero la obra de arte destaca todo lo que en ella se nos oculta. “La roca se pone a soportar y a reposar y así es como se torna roca; los metales se ponen a brillar y destellar, los colores a relucir, el sonido a sonar, la palabra a decir” dice el propio Heidegger. La obra no hace desaparecer al material, sino que justamente lo hace lo que es. El mundo se alza sobre, desde y en la tierra, y esta solo se nos muestra en lo abierto del mundo. 

El mundo no es un objeto observable, ni es un marco imaginario de las cosas, ni es un conjunto de cosas. El mundo hace mundo, es lo inobjetivo en sí mismo. Allí donde se toman las decisiones, donde se nace y se muere, donde se gana la bendición o la maldición que nos mantiene arrobados al ser, dice Heidegger. El mundo, al ser lo propiamente abierto, no aguanta que la tierra se cierre, y busca traerla a la presencia al destacarla, le brinda sentido. La tierra, sin embargo, busca englobar al mundo dentro de la totalidad, fundiéndolo con todo el resto de cosas que son.  A esto le dice Heidegger “el combate”. Este combate instala un rasgo, una marca, que separa a lo oculto del claro. Es la obra la que instiga este combate: en su contorno se fija este rasgo esencial, esta separación que hace que cada cosa sea lo que es, y este rasgo, que acontece y nos abre a lo ente, al ser, es la verdad. La verdad, como creación, es la que brinda el sentido, dándole a las cosas su rostro. 

La esencia del arte es la esencia de la poesía. La poesía es entendida en un sentido amplio, tan amplio que entiende a todo lenguaje y a toda palabra. El lenguaje es originariamente aquello que trae el ser a lo abierto. No es solamente una manera de comunicar y darse a entender, primero es aquello que define en calidad de qué lo ente se hace presente. La esencia de la poesía es, entonces, la fundación de la verdad. Esta verdad no es una que pueda ser contrastada o rebatida frente a lo efectivamente real, sino que, al ser fundada, es añadida. La obra, al fundar la verdad, abre un mundo que se añade a lo real, y así funda la historia. Pero ¿qué tiene que ver todo esto con Atlanta?

Foto: Donald Glover, escritor, productor, a veces director y actor de Atlanta.

YPF

Atlanta, afro-surrealismo y la experiencia negra

Donald Glover es un artista integral: músico, actor, escritor, director, desde sus días en Community, sus stand-ups, y la música que hace bajo el seudónimo Childish Gambino, hasta este, su mejor trabajo. Atlanta trata sobre Earn, un tipo expulsado de Princeton que empieza a ser el manager de Al, su primo, que está empezando su carrera como trapero bajo el nombre de Paper Boi. Junto a ellos está Darius, su amigo, y Van, la madre de la hija de Earn, Lottie. La historia no sigue una narración concreta, es una serie sin spoilers. Los capítulos, aunque consecutivos cronológicamente, no tienen necesariamente un hilo conductor en cuanto al relato. No intentan contar un cuento, sino que tratan de representar la experiencia negra en los Estados Unidos.

Mediante situaciones tipicamente surrealistas (un auto invisible o Justin Bieber negro, sueños que parecen reales), la serie crea su propio mundo. Tiene las mismas bases que el nuestro, sucede en el mismo tiempo histórico, con la misma gente. Volviendo a Heidegger, el mundo de Atlanta tiene, más o menos, los mismos entramados de relaciones significativas que el nuestro. Pero gracias a situaciones inusuales, Atlanta nos obliga a pensar que hay algo, aunque no sepamos bien qué, que no está bien. Algunas, para nosotros, desde nuestras casas, son simplemente fantásticas, imposibles; para los personajes, en cambio, son como mucho extrañas, pero parte de su realidad cotidiana. Estructuralmente, el mundo y su sociedad funcionan casi idénticos al nuestro, pero es esta extrañeza la que nos hace repensarlo.

Call it Afro-surreal es un manifiesto escrito por D. Scot Miller, publicado en 2009 en el diario San Francisco Bay Guardian. En él, el autor diferencia al afro-surrealismo del surrealismo clásico. En el segundo, los artistas necesitaban transgredir la realidad para generar composiciones que iban más allá de lo dado y nos lo hacían replantear. En cambio, el afro-surrealismo necesita basarse solamente en la experiencia de la disidencia (para el autor, “afro” es un término integral, que incluye también a asiáticos y latinos) para generar extrañeza. Esa experiencia ya está más allá de lo dado, ya transgrede lo real. La diferencia, quizás, es la falta de una obra que funde a ese mundo en donde su pueblo pueda reconocerse. La verdad acontece en Atlanta, ya que allí se trae a la presencia algo que anteriormente estaba oculto. En el espacio que abre Atlanta se funda un mundo que permite otras interpretaciones, y al hacerlo nos saca al mundo de las manos para ponerlo frente a nuestros ojos.

Vivimos en el mundo, y al hacerlo lo usamos. Al crearlo, le damos la forma que hace más fiable su utilidad. El mundo es creado con un cierto sentido, y ese sentido es siempre más funcional a algunos que a otros. Que el mundo haga mundo no significa que al mismo tiempo no sea. Al igual que los utensilios, el mundo está a la mano. Cuando el mundo falla, cuando deja de funcionar, nos llama la atención y nos obliga a ponerlo frente a nuestros ojos. Pero cuando un utensilio, como unas botas, falla nos damos cuenta inmediatamente, ya que sus efectos son también inmediatos. Pero el mundo, como causa de situaciones particulares, no se nos presenta como tal tan rápido. Es por eso que el trabajo del artista es estar a la escucha del ser, para desocultar eso que permanece escondido, esto es, las propias consecuencias del mundo. Atlanta es un intento por llevar a la presencia los engranajes que operan detrás de nuestro mundo.

Últimamente son cada vez más los casos de estos intentos artísticos. El disco To Pimp a Butterfly de Kendrick Lamar o la película Get Out son grandes ejemplos de ello. En el caso del rapero, su track Alright fue usado muy fuertemente en las protestas de Black Lives Matters esta última década. Al poner frente a nosotros nuestro mundo, y al expresarlo desde una perspectiva específica, la obra de arte nos hace pararnos en el espacio que ella abre, manteniéndonos en el combate que allí se propone y que nos plantea un mundo distinto. Como ya dijimos, este otro mundo se añade a lo real y nos obliga a decidir, una vez dentro suyo, sobre el futuro.

Foto: Paper Boi (Bryan Tyree Henry) junto a Darius (Lakeith Stanfield), dos de los personajes principales de la serie.

Mundos en mundos

Durante toda la serie podemos ver como los personajes se ven definidos por su identidad racial. Algunos buscan ser reconocidos, no sólo como iguales, sino directamente rechazando su cultura y origen para abrazar lo que la cultura blanca les ofrece (Frantz Fanon estudia esto en Piel negra, máscara blanca). Frente a esto, también vemos una suerte de realismo negro como respuesta. Lo negro se presenta como lo verdadero, lo esencial. Cuanto más se respete la historia y los orígenes afroamericanos, más auténtico se es. El arte afro es allí una necesidad, ya que, como dice Heidegger, es la obra la que funda al mundo en el que el pueblo vive. Tener una estética propia, y con ella una industria cultural, es un primer paso para obtener la autonomía.

Esto también puede ser problemático. El plantear la existencia de un arte negro en oposición a uno blanco genera la exclusión de un mundo del otro. En lugar de estar yuxtapuestos, las dos realidades quedan ontológicamente separadas, profundizando la segregación en un mundo dominado por un solo lado. Esta división no puede ser más que funcional al poder, y lejos de permitir otro tipo de ascenso, marca qué tipo de arte puede disfrutar cada persona para ser auténtica consigo misma. En el capítulo “Work Ethics!”, podemos ver como Van no valora tanto a Chocolate Studios por ser exitosos exclusivamente en el mundo negro, mientras que los trabajadores de allí agradecen la posibilidad de tener una voz y verse representados en pantalla. Y es por eso que aquí entra en juego otra categoría heideggeriana de vital importancia para que la obra obre: los cuidadores.

El arte es creado por el artista, pero sólo con eso no hace nada. La obra necesita de gente que la cuide, haciendo posible su obrar, gente que se vea interpelada por ella. El cuidador es aquel que se mantiene dentro del espacio abierto que instala la obra de arte y desde allí es capaz de interpretar el mundo. Esto, en corto, significa que la obra es lo que es gracias a lo que hacemos de ella. Un buen ejemplo de esto es el rap, tema central en la serie. Este género, por lo menos en sus inicios en Estados Unidos, buscaba retratar la realidad de los jóvenes afro-americanos en el contexto de los 80 y principios de los 90. El rapero más real era no solo aquel que mejor podía contar lo que sucedía en los barrios, sino el que además de ello vivió esa misma realidad. Esto generaba una romantización del estilo de vida gangster.

Kendrick Lamar canta sobre la culpa que le generaba salir del barrio, “salvarse” mientras veía como sus compañeros seguían peleando y muriendo por sus bandas. Además, explora la carga y presión que siente al ser identificado casi como un profeta de los barrios, y el miedo a ser tomado por inauténtico. Este paradigma en el que el rapero debe hablar siempre sobre una realidad marginal y para hacerlo debe vivirla es consecuencia de la interpretación que se dio desde las obras. Los cuidadores deciden cómo interpretar el mundo a partir de ellas. El rap pasó a ser valorado como real y auténtico en un principio por una necesidad de los barrios de verse representados, pero esta misma valoración acabó siendo solo otro modelo de mercado más, que lejos de abrir otros mundos posibles, afirma lo existente.

Pero el potencial de lo que Heidegger entendía como arte de verdad, ya que era muy crítico de la industria cultural y las sociedades de masas, era el de poder fundar la verdad al abrir un mundo que nos obligue a decidir. Lo que se juega en la obra de arte es nuestra propia apertura al ser, nuestro proyecto como humanidad histórica. La obra nos hace decidir porque nos pone en el medio del combate entre la tierra y el mundo, mostrándonos el ser que viene a nuestra presencia y dándonos la posibilidad de interpretarlo. La riqueza del arte frente a la filosofía es que gracias a sus licencias formales, el arte nos permite interpretar al mundo sin la necesidad de usar los conceptos ya tan cargados que son casi inútiles que nos ha dejado la tradición filosófica. Poder experimentar en cuerpo y alma una obra de arte es infinitamente más rico y poderoso que cualquier explicación conceptual acabada y cerrada. Ni el análisis ni la matemática pueden expresar al ser como lo hace el arte.

Video: Alright (2015), del álbum To Pimp A Butterfly.

Otras obras, otros mundos

Atlanta nos hace entender la extrañeza que sienten los personajes frente a lo que sucede en el mundo al plantearnos problemas casi idénticos pero que tienen causas o consecuencias distintas, que a nosotros nos parecen ilógicas. Frente a este sin sentido no podemos hacer más que adoptar la misma postura que los personajes, pero gracias al cambio de contexto logramos entender su realidad como un producto de su mundo, de su entramado relacional, y no solo como algo dado, estático, sin alternativa. Las obras que Heidegger planteaba eran las del llamado gran arte: poesías, pinturas, esculturas, templos. Pero hoy en día los medios artísticos tienen para mí una posibilidad todavía mayor. Nunca fue tan fácil hacer un mundo, no ya desde la interpretación, sino desde la propia ficción. El worldbuilding es un factor central en los modos de producción actuales. Desde los videojuegos hasta las incontables sagas literarias, televisivas y cinematográficas, el mundo al que pertenecen los personajes es igual o más importante que ellos mismos a la hora de juzgar el producto. Esta nueva posibilidad nos ayuda a pensar nuestro mundo como una creación más, igual de ficcional y arbitraria que el resto de las creaciones que consumimos diariamente. Pero también nos propone un peligro.

El mundo heideggeriano no es nunca una proposición meramente ideal, contemplable, consumible. El mundo hace mundo, y lo hace al ser vivido, hablado, interpretado y revolucionado. Entender el mundo como un producto de la imaginación, como una creación más, nos puede hacer olvidar nuestra capacidad y nuestra responsabilidad real de accionar sobre él y hacernos cargo. Un pueblo sin conciencia de la realidad de sus actos está condenado a existir sin resolución, a ser llevado a la deriva sin hacerse cargo de su propio proyecto, de su historia arrojada hacia el futuro.

Lo que Atlanta nos permite es experimentar el mundo desde otra perspectiva, instalando el espacio abierto donde el ser viene a la presencia y nos permite nuevamente decidir, vernos reflejados (o no) y barajar y repartir de nuevo con eso en cuenta. En una época en la que el arte parece no ser más que otro producto de consumo, como lo es un adorno, una hamburguesa o un jean nuevo, una obra como Atlanta me deja inquieto. En este contexto, donde vender la patria parece ser solamente una cuestión económica, volver a reapropiarse de nuestra cultura es quizás el paso más importante para reunirnos como pueblo, y la necesidad de una obra que nos recuerde quiénes somos se hace cada vez más importante. Por suerte, la democratización del arte le permite a cualquiera crear su obra sin mayores sobresaltos. Solo tenemos que estar un poco más atentos para escuchar al ser y traerlo a la presencia y, quizás, como quizás hizo Darius al final de la serie, podremos concluir que fue todo un mal sueño.

Francisco Calatayud

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